tiempos peligrosos | Revista Crisis
tiempos peligrosos
Apuntes sobre “Las cosas que perdimos en el fuego”, colección de relatos de Mariana Enríquez donde los miedos y la ficción se dan cita, en un mundo en el que las relaciones entre hombres y mujeres están cruzados por la violencia asesina, o por la desconexión completa.
Ilustraciones: Frank Vega
18 de Octubre de 2016
crisis #26

 

En Mr. Mercedes, una de sus últimas novelas, Stephen King imagina una más de esas perversas criaturas que pueblan su galería de atrocidades: esta vez es un asesino demente que se presenta en sociedad atropellando con un auto (el Mercedes del título) a unos pobres diablos que hacen cola para conseguir un trabajo. La novela no cae dentro de la producción de terror de King, más bien es un policial con ingredientes de horror psicológico, pero esa escena inicial es lo suficientemente atroz como para producir pánico en el lector. Especialmente por la conjunción entre la gratuidad de la acción, lo cotidiano y vulgar del instrumento empleado para matar y el contexto de desprotección y debilidad de las víctimas, desocupados caídos en la intemperie de la crisis económica norteamericana abierta a finales de la década pasada. Dos años después de su publicación en Estados Unidos, el pasado julio en Niza alguien emuló a Mr. Mercedes usando esta vez un camión contra una multitud de paseantes que miraban los fuegos artificiales del Día de la Bastilla.

Vivimos una época en la que el miedo reclama su lugar como emoción dominante. En Estados Unidos y Europa los objetos cotidianos y las personas amables pueden convertirse de repente en armas y asesinos. Seguramente King, en el estudio de su casa de Maine, pasó un par de días pensando en la manera más terrorífica de presentar a su villano, el asesino en masa. No le faltarían en su propio país, en su propia comarca, ejemplos aterradores: los niños tímidos, los freaks, los atormentados que irrumpen en una escuela, un shopping o una oficina y se cargan a balazos a todo el mundo abundan en la prensa y forman parte ya del paisaje mental de ese país. Pero quería algo más aterrador. Algo que llevase eso de la angustia hacia el terror. Un auto, perfectamente anónimo, que de pronto acelera contra la cola de desocupados en una madrugada helada. Probablemente el hombre del camión de Niza no fuera lector de Stephen King. Probablemente, para diseñar su gesto, actuara con una intuición oscura que lo conectó con lo más sensible de los terrores que cruzan a esa sociedad: la amenaza continua y difusa de un peligro violento que puede surgir en cualquier momento de cualquier lugar. El escritor de terror y el terrorista se inspiran en la misma fuente. 

Si en el Occidente rico los terrores actuales corren por las ansiedades relacionadas con el descubrimiento de la vulnerabilidad ante actos que no podemos, no ya prevenir sino ni siquiera imaginar (y eso vale para toda la gama de experiencias que va desde la precarización laboral al terrorismo), en el resto del mundo el miedo como sentimiento a flor de piel también parece registrar un sombrío comeback. Los intercambios en las redes sociales están teñidos en partes casi iguales por las emociones de la indignación y el miedo. Muchas veces, los sentimientos se suceden uno al otro, en orden variable. La televisión, como un deportista famoso ya muy viejo, sigue esa estela desde atrás buscando ahí un poco de sobrevida. Vivimos en tiempos peligrosos, pero además, como novedad, la conciencia del miedo, el miedo como tema, el miedo incluso como aglutinador social, se exhibe a cada paso. 

El género terror no es muy fértil en Argentina. Ciertamente no es canónico, como en ningún lugar del mundo, aunque desde Lugones a Cortázar haya incursiones de celebridades en sus territorios. Derivas entre lo fantástico y lo especulativo. Mariana Enríquez se ubica en esta tradición en los relatos de su último libro Las cosas que perdimos en el fuego (2016), una colección de doce cuentos de terror, bien cómodos en el género, que no solo le significaron a la autora su publicación en España sino también su próxima traducción en alrededor de catorce idiomas. Sus cuentos se mueven en ese fondo de angustias infernales que envuelven los puntos fóbicos que compartimos a través de los cauces que la larga tradición del género fue delineando en doscientos años. Hay casas malditas, hay aparecidos, hay chicas y chicos muertos y que vuelven de la muerte, hay brujas y hay ciudades sobre las que cayó la noche más negra. A Enríquez esos elementos le sirven para poner a funcionar la maquinaria alegórica del género y producir unos relatos que sintonizan, como pasa siempre que esa maquinaria funciona bien, con los miedos más difuminados, más sociales (y por eso menos reconocibles) que nos envuelven. Sabe que el género de terror puede resultar mucho más eficaz que otros para exhibir ciertas zonas oscuras difíciles de representar de otra manera. En Argentina el terror (y lo mismo pasa con el policial) ha sido más bien terreno de la crónica, del ensayo, de las memorias de sobrevivientes y víctimas que de la ficción de género. Ahí está, por ejemplo, el Nunca Más como novela de horror insuperable frente a la que los autores de historias de terror deben plantearse cómo construir ficciones que puedan captar los miedos contemporáneos. El libro de Enríquez es un buen desafío.

Una zona de miedo que los cuentos de Las cosas que perdimos en el fuego trabaja bien tiene que ver con los cruces sociales en la ciudad. Las relaciones entre diferentes en medio de una urbe oscura, desgarrada en barrios peligrosos por los que solo circulan quienes pertenecen a ellos o quienes están suficientemente locos para hacerlo, siempre parecen invocar la desgracia. En el cuento que abre el libro, ”El chico sucio”, una muchacha de clase media, la oveja negra de la familia, se va a vivir sola a un antiguo caserón de Constitución. El barrio es lo que ella necesita para sentirse fuerte e independiente, se convierte en una experta en cruzar las calles del barrio, en detectar las señales de peligro que la ciudad envía oblicuamente. Una noche conoce a un chico de la calle que duerme en la esquina frente a su casa con su madre adicta al paco. Le da de comer, lo lleva a una heladería, caminan por veredas sin luz, pasan por un altar callejero improvisado en honor al Gauchito Gil. Días después el chico desaparece y en el noticiero informan del hallazgo del cuerpo de un niño en un baldío del barrio. La chica se obsesiona con la idea, la certeza, de que el chico muerto no puede ser otro que su chico. Lo tuvo en su casa y lo dejó ir, volver a la calle. La culpa, el descubrimiento de que no se puede pertenecer a ciertos lugares, la distancia entre extraños que las buenas intenciones no pueden suturar porque están hechas de un material tan oscuro como la sombra de la magia negra que sobrevuela el cuento.

En la misma línea, ”Bajo el agua negra” despierta a demonios ancestrales de estirpe lovecraftiana que duermen bajo el Riachuelo y se apoderan de una villa miseria luego del asesinato de un par de jóvenes. Esta vez es la fiscal del caso quien se sumerge por propia voluntad en esa región infernal cuando va a entrevistarse con algunas de las víctimas. En otro de los relatos ”El patio del vecino”, una trabajadora social despedida por negligencia con los chicos a su cargo cree ver a un niño encadenado en el patio de la casa de al lado y, obviamente, no para hasta descubrir que sus terrores de chica profesional pueden ser todavía peores. No es solo que el terror aparezca en ámbitos cotidianos, como algo malvado que viene de afuera, es que los personajes de estos cuentos parecen desatar ese mal cuando cruzan ciertos límites, cuando entran a territorios que no son propios, cuando creen interesarse por otros para conjurar sus angustias (de clase, de pareja, de género) y se ven de pronto atrapados en el núcleo del horror. 

También pueden leerse estos cuentos como una especie de panorama histórico-nacional del terror. Desde uno dedicado a evocar el espectro del Petiso Orejudo, el primer asesino múltiple célebre de Buenos Aires, que aparece, muy adecuadamente, en medio de un tour para extranjeros por los puntos de la crónica negra porteña; al par desaparecidos/aparecidos en una hostería de La Rioja fuera de temporada que en otro tiempo fue un centro de tortura de la policía; o en la tensa atmósfera de la época del Paraguay de Stroessner donde el gótico agobiante del Litoral mezcla los fantasmas de las víctimas de la represión con una pareja destinada al desastre. En ”Los años intoxicados” hay una cofradía de tres amigas adolescentes que crece en los últimos años del alfonsinismo y los primeros del menemismo, y que sirve para contar una época tenebrosa de cortes de luz, hiperinflación, cinismo y desencanto entre los adultos, intoxicados irremediablemente por la desintegración social. En paralelo al reviente de las amigas, a su deriva ensimismada en un triángulo sellado con juramentos de sangre en el que nadie más puede entrar, el terror emerge en esas dos dimensiones en la que la realidad se divide cada vez más: de un lado toxicomanía de la pequeña sociedad de amigas, del otro un mundo extraño del que solo pueden venir peligros. De los jirones de tierra de detrás de la estación Constitución donde se levantan santuarios dedicados a gauchos asesinados en el siglo XIX, a pueblos tranquilos del interior en los que (como bien marca la tradición del género) se esconde un mal nunca dicho; de las orillas del Riachuelo usado como tumba a cielo abierto a las casas abandonadas de barrios de la periferia, el libro de Enríquez traduce las reglas del terror a escenarios argentinos. El efecto es el buscado: nada más aterrador que la propia tierra. 

El cuento que le da título al libro (como en otros libros de Enríquez se trata de una referencia musical, en este caso un excelente disco de la banda Low) es una especie de historia de brujas ballardiana. A partir de una epidemia de crímenes de género en la que los hombres queman a mujeres, un grupo de sobrevivientes y colaboradoras forman una organización que se propone subvertir las ideas sobre la belleza y el cuerpo femenino extendiendo la práctica de quemarse ellas mismas voluntariamente. Hasta que no haya más que mujeres con la cara quemada. La idea de la inversión del sentido del agravio hasta convertirlo en una señal de identidad y la construcción de una contrasociedad de mujeres que fundan un nuevo orden, se proyecta contra un fondo de guerra abierta entre los géneros iluminados por las hogueras a las que las mujeres comprometidas con la causa se arrojan por decisión propia. Y si el miedo acá aparece en la cruza entre esos aquelarres parecidos a los que perseguían los inquisidores medievales y la repulsión de la carne humana quemada, la resonancia del cuento impacta de lleno sobre esa zona fóbica contemporánea que abarca las violencias entre los géneros (sexuales). Con una sola excepción, todos los cuentos del libro tienen narradoras mujeres. En mucho casos son mujeres solas, en otros los personajes masculinos son irritantes y aburridos. En cualquier caso los intercambios entre varones y mujeres están cruzados sino por la violencia (como en el cuento de las mujeres quemadas) sí por la desconexión completa. Esa es otra de las capas de sombra que recorre el libro, superponiéndose con otras zonas de una oscuridad que van marcando el contorno de algunos de los miedos con los que vivimos. 

 

Mariana Enríquez
Las cosas que perdimos en el fuego
Anagrama
2016
200 páginas

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