Rodolfo Walsh: antología de notas periodísticas | Revista Crisis
Rodolfo Walsh: antología de notas periodísticas
Periodismo y literatura fueron, para Rodolfo Walsh, dos caras de la misma moneda. Por eso presentamos aquí una breve selección –prolongada por José Fernández Vega- de textos que señalan esa relación y en una próxima entrega se incluirán algunos de sus cuentos. El violento oficio del escritor es una sintética autobiográfica aparecida en una antología titulada Los diez mandamientos (editorial Jorge Álvarez).
10 de Junio de 2022

 

Otra de las notas que reproducimos a la primera etapa de crisis en la que el autor intentaba acotar la influencia que ejercía sobre él otro periodista-escritor, Ernest Hemingway. "San La Muerte", editada por la desaparecida revista Panorama en noviembre de 1966 es un ejemplo de narración periodística, igual que –desde otro ángulo- la "Respuesta a Cuaranta" aparecida por primera vez en la revista Mayoría del 18 de diciembre de 1968 y que luego pasara a integrar el volumen de El caso Satanowsky. Con una ironía contundente, la nota habla, sin quererlo, de un tiempo diferente al nuestro en que, con los generales, todavía se podía polemizar.

Publicamos por último algunos fragmentos del Prólogo a Los que luchan y los que lloran, de Jorge Masetti. Walsh reseña allí la experiencia política y profesional del primer periodista argentino que logró entrevistar a Fidel Castro y al Che Guevara en la Sierra; resume, además, los primeros momentos, casi épicos, de la agencia cubana de noticias, Prensa Latina. El texto diseña, implícitamente, un modelo de periodista y hasta un retrato del propio Walsh al que le caben perfectamente el coraje, la “mirada fotográfica del periodista nato, capaz de dar en cuatro líneas lo esencial de cualquier situación”, tal como él los describe. Pero sobre todo, como demostrarían sus investigaciones para El caso Satanowsky, ¿Quién mató a Rosendo? u Operación Masacre, de él también cabe decir que cumplió “la mayor hazaña del periodismo argentino”.

 

I

Se ha dicho que la génesis de Operación Masacre está marcada por un escándalo lógico: "Hay un fusilado que vive". Una razón ejercitada en desentrañar aporías aceptó el desafío planteado. Sólo que esta vez no habría de medirse con un apacible enigma policíaco. Porque la investigación de los fusilamientos de José L. Suárez exigió de Rodolfo Walsh algo más que atención y sagacidad. Exigió un compromiso físico, involucró a su propio cuerpo. Este primer libro testimonial señala un antes y un después en su literatura y en su desarrollo ideológico. Porque la política, con su lluvia de fuego, ingresará en la vida del escritor.

 

II

"La violencia me ha salpicado las paredes..." escribe Walsh en Operación Masacre. No se trata aquí de un crimen perfecto que desenvuelve un duelo intelectual entre el detective y el asesino, como en el policial clásico britanico; ni tampoco de la lucha sangrienta entre los miembros de la sociedad civil capitalista, tal como se manifiesta en la novela negra norteamericana. Walsh había sido productor (autor, traductor, antologista) de policiales, aunque también producto del género, en la medida en que éste tuvo una amplia influencia en la literatura argentina a partir de 1930. Con Operación Masacre se incorporan las reglas del policial de matiz anglo-norteamericana a la denuncia política. Pero la historia de los fusilados en los basurales de J. L. Suárez nos habla de otros adversarios, de otro combate. Ahora bien, ¿Cuáles son las notas características de su violento despliegue?

La transnacionalización y concentración creciente de la economía argentina a partir de mediados de la década del '60 implican la trasformación de las relaciones sociales establecidas bajo el primer peronismo, en el sentido de obligar a la represión social y a la marginación política de los trabajadores para que su organización como grupo no obstaculizara el proceso económico en curso. Los agentes directos de este cambio violento fueron las instituciones estatales controladas por el golpismo cívico-militar de 1955: las Fuerzas Armadas, la Policía, el aparato Judicial.

Es por ello que el testimonio periodístico de Walsh devino inmediatamente en denuncia política. Las nuevas condiciones sociales habilitaron la producción de otros discursos literarios. Tuvieron una crucial importancia en la conformación de un texto de ruptura como Operación Masacre. El resultado de este entrecruzamiento complejo de precondiciones literarias y extraliterarias no es sólo una inédita forma de definir la relación entre ficción y política, sino además un contenido original. Ángel Rama lo ha denominado "novela policial del pobre". Si queremos agregarle determinaciones podemos hablar de thriller que tematiza la violencia estatal (y paraestatal) contra los grupos subalternos de la sociedad civil, apelando a sucesos verídicos.

 

III

En el prólogo a la 3ª edición de Operación Masacre, Walsh dejó irónica constancia de la contradicción entre sus motivaciones como autor de las primeras versiones del texto y las de sus lectores. El libro –nos dice- “fue escrito en caliente de un tirón”. Celo profesional del periodista “free lance” que quiere defenderse de los grandes diarios, proteger su primicia, su gran nota. Walsh ha concluido su investigación, su propia “hazaña individual”; trata de evitar que “le ganen de mano”. En su ingenuidad piensa que “una historia así, con un muerto que habla, se la van a pelear en las redacciones. Ante su sorpresa, se enfrenta con la indiferencia general o mejor, “con un multitudinario esquive de bulto”: ningún gran periódico enviará “una docena de reporteros y fotógrafos como en las películas”. Porque para los medios, la masacre del basural no existió nunca; nadie se ocupará de registrarla.

Este hecho impulsa a Walsh a un circuito marginal, como él dice “a deambular por los suburbios cada vez más remotos del periodismo”, hasta que al fin encuentra un editor “en un sotano de Leandro Alem” que publicará la histria, que “sale sin firma, mal diagramada, con los títulos cambiados, pero sale”. La edición artesanal se agota en los quioscos, “se esfuma en diez millares manos anónimas”. He aquí el otro polo de la contradicción: el público. Para Walsh, su libro tiene lectores sin nombre. Es un éxito ediftorial logrado entre un publico clandestinizado.

El relato salva la memoria de los hechos, se constituye en gesta popular, habla de los proscriptos personajes destinados al olvido. Los restantes se reconocen en las victimas de la masacre. No es un libro deliberadamente escrito para ellos, pero logra una eficacia politica objetiva. En verdad, Walsh lanzo una denuncia liberal para clamar justicia ante los tribunales de la Revolucion Libertadora. Pero sus notas semanales aparecidad en Mayoria, y las primeras ediciones del libro que escribió sobre ellas, instauran un sistema de identificaiones entre los protagonistas y ese grupo políticamente excluido.

 

IV

Si Operación Masacre configuró involuntariamente un auditorio ignorado, diez años después, ¿Quién mató a Rosendo?, busca conscientemente una base social. Publicado en principio como serie de notas en un periódico obrero (el de la C.G.T. de los argentinos), Walsh señala en el libro que "sus destinatarios naturales son los trabajadores de mi país". Como afirma Ángel Rama, estas palabras implican ''una opción de lector que predetermina los instrumentos, el lenguaje, las formas literarias empleadas”.

Es que en la década que media entre aquellas dos investigaciones Rodolfo Walsh, no sólo dará a luz sus trabajos de ficción más significativos, sino que definirá una posición política y producirá una intensa obra periodística. Desde la investigación del Caso Satanowsky (de 1968, aunque publicada como libro recién en 1973) hasta su contribución en Prensa Latina, agencia de noticias de la Revolución Cubana, pasando por importantes reportajes que realiza para la revista Panorama, en los cuales hace uso pionero del grabador, incluyendo diálogos salpicados de usos lingüísticos, propios de diferentes subculturas populares. Estas formas coloquiales serán usadas en ¿Quién mató a Rosendo?, donde, por otra parte, no renuncia a códigos de lectura distintos de la estricta denuncia política: "Si alguien quiere leer este libro como una simple novela policial, es cosa suya".

 

V

“Es verdad que Erik Lonnrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó”. Jorge Luis Borges

El 26 de marzo de 1977 un Grupo de Tareas de la ESMA, integrado -entre otros- por el infalible capitán Astiz, secuestró a Rodolfo Walsh, no sin antes dispararle a quemarropa. En la espera de aquel día, Walsh había fechado su famosa "Carta Abierta a la Junta Militar", balance minucioso de un año de tiranía y obra maestra del periodismo según Gabriel García Márquez. La Carta concluye premonitoriamente "sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles".

En los vertiginosos años '70, Walsh colaboró en los diarios La Opinión y Noticias. Coordinó también un taller de periodismo instalado en una villa miseria. Tras el golpe de marzo se abocó a la tarea de periodista resistente, buscando denunciar el horror para que su silenciamiento no provocara parálisis, intentando desbloquear la barrera del miedo soterrado con el fin de mantener la integridad moral de un pueblo, sometido a la lógica del exterminio físico. Fundó ANCLA (Agencia de Noticias Clandestina) que repartía cables en las principales redacciones del país y del mundo. Organizó la Cadena informativa, pasando partes de noticia reproducidas artesanalmente que instaban a la difusión -oral y escrita- de lo que la gran prensa cómplice callaba. Su Comunicado N°1 finalizaba con la siguiente consigna: "Derrote al terror. Haga circular esta información". Estas palabras están aún calientes. Derrotar el terror es todavía una tarea inconclusa que enfrenta la sociedad argentina”.

José Fernández Vega

 

El violento oficio de escritor

Me llaman Rodolfo Walsh. Cuando chico, ese nombre no terminaba de convencerme, pensaba que no me serviría, por ejemplo, para ser presidente de la República. Mucho después descubrí que podía pronunciarse como dos yambos aliterados, y eso me gustó. Nací en Choele-Choel, que quiere decir “corazón de palo”. Me ha sido reprochado por varias mujeres.

Mi vocación se despertó tempranamente; a los ocho años decidí ser aviador. Por una de esas confusiones el que la cumplió fue mi hermano. El más espectacular: limpiador de ventanas; el más humillante: lavacopas; el mas burgués: comerciante de antigüedades; el más secreto: criptógrafo en Cuba.

Mi padre era mayordomo de estancia, un transculturado al que los peones mestizos de Río Negro llamaban Huelche. Tuvo tercer grado, pero sabía bolear avestruces y dejar el molde en la cancha de bochas. Su coraje físico sigue pareciéndome casi mitológico. Hablaba con los caballos. Uno lo mató, en 1945, y otro nos dejó como única herencia. Ese se llamaba “Mar Negro”, y marcaba dieciséis segundos en los trescientos: mucho caballo para ese campo. Pero ésta ya era zona de la desgracia, provincia de Buenos Aires.

Tengo una hermana monja y dos hijas laicas.

Mi madre vivió en medio de cosas que no amaba: el campo, la pobreza. En su implacable resistencia resultó más valerosa y durable que mi padre. El mayor disgusto que le causo es no haber terminado mi profesorado en Letras.

Mis primeros esfuerzos literarios fueron satíricos, cuartetas alusivas a maestros y celadores de sexto grado. Cuando a los diecisiete años dejé el Nacional y entre a una oficina, la inspiración seguía vivía, pero había perfeccionado el método: ahora armaba sigilosos acrósticos.

La idea más perturbadora de mi adolescencia fue ese chiste idiota de Rilke. Si usted piensa que puede vivir sin escribir, no debe escribir. Mi noviazgo con una muchacha que escribía incomparablemente mejor que yo me redujo a silencio durante cinco años. Mi primer libro fueron tres novelas cortas en el género policial, del que hoy abomino. Lo hice en un mes, sin pensar en la literatura, aunque sí en la diversión, y en el dinero. Me callé durante cuatro años más, porque no me consideraba a la altura de nadie. Operación Masacre cambió mi vida. Haciéndola comprendí que además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior. Me fui a Cuba, asistí al nacimiento de un orden nuevo, contradictorio, a veces épico, a veces fastidioso. Volví, completé un nuevo silencio de seis años. En 1964 decidí que en todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía. Pero no veo en eso una determinación mística. En realidad, he sido traído y llevado por los tiempos; podría haber sido cualquier cosa, aún ahora hay momentos en que me siento disponible para cualquier aventura, para empezar de nuevo, como tantas veces.

En la hipótesis de seguir escribiendo, lo que más necesito es una cuota generosa de tiempo. Soy lento; he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda; lustros en aprender a armar un cuento, a sentir la respiración de un texto, sé que me falta mucho para poder decir instantáneamente lo que quiero, en su forma óptima. Pienso que la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez.

(Los diez mandamientos, antología, Editorial Jorge Álvarez, 1965)

 

La influencia de Hemingway

Creo que, en un cuento como "Esa mujer", en algún pasaje de Operación Masacre, es posible detectar una influencia, pero me resulta difícil decir si es una influencia directa o un reflejo del común oficio del periodismo. En todo caso es una influencia estilística. No creo en cambio haber sido influido por las ideas, ni por los sentimientos ni por el proyecto de vida de Hemingway o de muchos de muchos de sus personajes, que no tienen nada que ver conmigo, y que son característicamente norteamericanos, y más precisamente de los roaring twenties. Esto no quiere decir que no haya leído algunos libros de Hemingway con placer e incluso con respeto por la maestría de un oficio. Pero nunca he sido un lector consecuente de Hemingway, ni siquiera he leído todos sus libros.

Actualmente hay en mi un rechazo consciente, a nivel político, no de la persona de Hemingway, sino de la visión que tiene Hemingway del hombre como individuo ante todo, colocado en circunstancias excepcionales.

(crisis, número 15, julio de 1974)

 

San La Muerte

Las palabras se hacen borrosas en la tinta del papel escrito o tiemblan en la voz de los fieles que a la luz-y-sombra de las velas se arrodillan bajo la mirada sin pupilas de una figurita esquelética, que en los ranchos más humildes del Paraguay y el nordeste argentino preside el destino de sus habitantes, combina sus amores, los guarda de peligros o los hace ganadores en el juego.

La gente lo llama el Señor de la Muerte. Su forma es la representación clásica de esa alegoría: un esqueleto sentado o de pie, que a menudo lleva una guadaña. Millares de fieles le rinden un culto semisecreto, que culmina el 16 de agosto con las "misas" que le ofrecen ante los altares de las capillas privadas.

¿Desde cuándo? Las primeras referencias bibliográficas son las muy recientes publicadas por los investigadores chaqueños Raúl Cerrutti y José Miranda. Por el aspecto el culto es antiguo, a juzgar por el de algunas imágenes, y por el testimonio de viejos devotos cuyos recuerdos se remontan a más de medio siglo.

En la campaña correntina y en el cinturón de villas miseria que rodea a Resistencia, en pueblos de Formosa o ciudades de Paraguay, el Señor de la Muerte -o San la Muerte-  es amado, temido, premiado, castigado, invocado para bien o para mal. Algunas de sus devociones no se diferencian de las más apacibles del culto cristiano; otras se aproximen al vudú, y de ellas no se habla o se habla con un temblor en la voz.

 

Vida y milagros

-Allá arriba está él- dice la paraguaya Fabiana Irala, señalando con la mano un rincón del rancho oscuro, donde hay que agacharse para entrar.

La figurita tallada se vislumbra apenas en la vitrina semicubierta de trapos negros que corona el altar. Después sobre la mano de Fabiana, se define en líneas toscas vigorosas, con las costillas pintadas de negro y una sumaria guadaña o báculo de metal en la mano derecha.

Para pedirle algo, hay que sacarle el bastoncito y prenderle una vela. Pero si es algo importante, taparlo con un paño negro y tenerlo en un rincón hasta que cumpla.

-¿Qué le piden?

-Te da. todas las cosas, señor, todo lo que vos querés. Milagroso é. Cura, pero de toda enfermedá. Hace salir gente de la carcel y es bueno pal amor.

(Le prendimos tres dedos de vela)

El santo de doña Fabiana cumple los requisitos de la ortodoxia: tallado en hueso de cristiano y bendecido siete veces por un sacerdote. Esto es lo más difícil, pero Fabiana no tuvo necesidad de llevar la figurita escondida dentro de una vela o de otra imagen:

-A mí me lo bendeció el padre cura de San José.

Hay algunos que lo usan para mal "y le tienen infiel", explica en Villa Federal, Resistencia, la médica Trinidad López, que tiene un santo de hueso y otro de plomo, muy visitados. El enemigo señalado por el conjuro "se seca y se muere". Pero ella –aclara- sólo los tiene para proteger su casa.

En Bañado Sur, ciudad de Corrientes, encontramos las dos imágenes más perfectas del Señor de la Muerte. De unos ocho centímetros de alto, estaban talladas en palo santo por el mismo artesano anónimo. Representaban a la muerte sentada, pero habla sutiles diferencias: una era más enjuta y apretaba las sienes entre las manos: en la otra, las manos sostenían la mandíbula.

-Este es el Señor de la Muerte, aclaró la propietaria. Aquel, el Señor de la Paciencia.

El fetiche entronca pues con una figura del culto cristiano, y en muchos lugares se los nombra indistintamente. Quisimos fotografiar las dos piezas de notable artesanía, junto con un par de hermosas tallas policromadas de Santa Catalina y San Antonio. Pero la señora Irma se opuso.

-Él se enoja- explicó.

 

Una sonrisa burlona

La mujer arrodillada pronunciaba las invocaciones, y una docena de devotas con cirios en la mano respondía en un coro atenuado y plañidero. La pirámide del altar crecía en niveles de importancia, con sus santos de yesería, su Baltasar negro, sus estampas litografiadas y hasta un raro "display" donde figuraban San Martín, Belgrano y Gardel entre floreros de vidrio y ramilletes de plástico. Coronándolo todo en la capilla particular de Cecilia Medina, un Señor de la Muerte cincelado en plata presidía desde su trono, con irónica sonrisa, ese mundo de caras oscuras, de miradas expectantes y ropas muy pobres.

Era "el señor de los buenos y de los malos matrimonios", el que obliga al ladrón a devolver su robo, el que dispone que el amante desdeñoso "en la cama que duerme se encontrará afligido", el que impide a la amada "aular con ningún hombre", el que es invocado ''por los cuatro vientos del mundo".

Decenas de fórmulas circulan en cuartillas rudimentariamente manuscritas, centenares de milagros se le atribuyen, millares de velas arden en su honor.

¿Pero quién fabrica esa misteriosa figurita? La médica Asunción Ramírez nos mandó a los confines de la ciudad y de la tarde en pos de un santero que no existía. Lo buscamos luego en direcciones equívocas de remotas callejas polvorientas, en erróneos recuerdos, desconfianzas, evasivas.

En Resistencia conocimos, por supuesto, a Carlos Maule, un artista pop "avant la lettre" que rodeado de cadáveres de máquinas, frustradas heladeras y restos de armas de fuego, construye en su taller mecánico singulares esculturas de bronce y de chatarra. Maule talla en hueso de vaca ("el hueso humano es mal material") un San la Muerte estilizado y sobrio.

-Es milagroso -afirma burlonamente-. Me siento a hacerlo con una copa de coñac al lado. En cuarenta minutos termino la copa y termino el santo. Tengo para una botella más. ¿No es un milagro?

Las imágenes de Maule son veneradas en más de un oscuro rincón en las rancherías chaqueñas. Pero aún no habíamos encontrado al artista naif que toscamente talla las facciones de la muerte en un palito de ruda o un segmento de tibia y cree en su oscuro sortilegio.

Del otro lado del río, la doctora Alicia Gare iba a ponernos en presencia de uno de estos raros artesanos.

 

El santero

-Me buscaban a mí- dice con su voz tranquila y servicial.

Ha entrado con nosotros por el portón de la Vieja Penitenciaría de Corrientes y viste de calle. Pero el envoltorio de papeles que trae bajo el brazo guarda las ropas azules del recluso Cirilo Miranda, que es él, condenado a veinte años de cárcel por un crimen apasionado y salvaje, de superflua memoria aunque él lo recuerde mientras desgrana día por día los dos años y cuatro meses que le faltan para salir en serio: y no como ahora, que ha ido a hacer ''un trabajito particular para afuera", según se acostumbra en este presidio.

Entre los canteros verdes y los muros rosados del patio, Miranda despliega sobre un banco las figuras de su arte, la docena de santitos y de historia que, de golpe, son una insólita lección de antropología práctica. Por supuesto, allí está el Señor de la Muerte.

Ya no sabe Cirilo Miranda cuándo empezó a manejar el formón romo, el buril de punta casi invisible, la sierrita minúscula que son sus únicas herramientas permitidas. Sabe que le enseñó a entallar don Julio Conti ("uno de los reclusos más viejos, creo que ya no existe más") y que el primer San la Muerte que copió se lo trajeron de Paraguay, pero se lo piden de todas partes porque es muy milagroso y el que lo invoca "suele salir a flote de sus trámites de apretura".

-Porque resulta -dice- que el Señor la Muerte es la imagen de la calavera de Nuestro Señor Jesucristo. ¿No ve que uno de los crucificados grandes que llevan los padres curas tiene una calavera, sin ojo, sin nariz, ahí en la cruz?

La mano con el buril se desliza ahora, segura, sobre el oloroso pedacito de palo santo con que el preso cumple su más reciente encargo. Pero también talla en hueso de cristiano, mejor, porque "ése ya está bendecido dos veces".

¿Conoce las oraciones? Conoce, y aquí lleve una, señor. ¿Sabe que hay una para no caer preso? Eso no sabe, y se ríe, y si hubiera sabido no estaría aquí, pué, y se vuelve a reír contagiando al racimo azul al racimo de penados que se han reunido a nuestro alrededor contra el fondo de rejas y de muros rosa, y que al fin saben en qué gasta Cirilo Miranda sus largas horas en la celda sin decirles nunca una palabra porque ésta, señor, si se quiere, es una cosa secreta.

 

Retablo insólito

Puestos sobre el banco los santitos hablan desde el fondo de una mitología inédita, de un pueblo ignorado. El preso de tez oscura les presta su voz.

Ahí está la mujer crucificada, versión femenina de Cristo:

Santa Librada, que está en la cruz, pué.

Ahí el prodigioso cazador, montado en un tigre:

-Ese es el San Son.

El misterioso hombrecito que lleva una taba en la mano derecha y “un puñao e plata” en la izquierda:

-Ese es un famoso pal juego. Lo llaman Lamodsi.

Y el domador de un toro:

-Prendido a las guampas. Es San Marco, que está para dominar la cuestión de animales salvajes.

Ahí por fin la conmovedora pareja de santos tomados del brazo, unidos en el tierno amor de la madera:

-San Alejo, señor, que le dominó a Santa María, la virgen más hermosa que se ha conocido en el mundo.

Solamente la perversa, la inquietante y peleadora Santa Catalina está ausente porque su devoto Cirilo Miranda sabe que no es bueno tenerla -aunque la haga para otros- ni prenderle velas, ni darle confianza, y si solamente pedirle, en los momentos de aflicción, que sus enemigos y autoridades no tengan ojos para verle ni boca para hablarle ni manos para pegarle ni pies ni corazón para ofenderle.

Así sea.

(Panorama, N°42, noviembre de 1966)

 

Respuesta a Cuaranta

Los partidarios de la hipótesis de que éste es un país en broma, tienen, desde el martes 9 de este mes, un poderoso argumento a favor. Me refiero a la declaración del pseudogeneral Juan Constantino Cuaranta, publicada en los diarios de esa fecha.

Lo de pseudo-general, como adivinarán tenaces lectores, va a modo de gentil retribución por el calificativo de pseudoperiodista y titulado periodista que, emulando al ya replicado Pirán Basualdo, me adjudica el feroz e invicto guerrero.

Pero como no todo ha de ser gentileza en este mundo, añadiré que mientras yo soy conocido en cuanto periodista justamente por ejercer el periodismo, el señor Cuaranta es conocido en cuanto militar por no haber intervenido en batalla alguna: por tener un conocimiento más bien apriorístico y conjetural de las artes bélicas; y por los interesantes aportes que hizo a la jardinería, regando sus geranios, cuando a su alrededor rugía la batalla de Córdoba. Actitud digna de Arquímedes, aunque no haya encontrado todavía el poeta que la cante.

Es indudable que el señor Cuaranta se considera detractado y difamado por quienes de un modo u otro vincularon su nombre al asesinato del doctor Marcos Satanowsky. ¿Qué queda de esa calumnia?, pregunta. Nada, responde. Porque sin duda, él es una de las "personas honorables, que ahora resultan inocentes, como lo desmuestra el informe de la Honorable Cámara",

Yo he leído como todo el mundo el dictamen de Rodríguez Arraya a que se refiere el señor Cuaranta, y juro que allí no hay certificado de inocencia expedido a favor de nadie, sino lo contrario. Rodríguez Arraya no dice: "el señor Cuaranta es inocente", sino que afirma con literalidad en el punto 6, de sus conclusiones:

"Que por ello, la comisión de este delito por mantenidos estos sujetos, algunos de los cuales en función en el Servicio de Informaciones del Estado a pesar de sus antecedentes, lo cual les ha permitido creer que contaban con la protección y respaldo del referido organismo, importa una grave responsabilidad para su ex Jefe, al general Juan Constantino Cuaranta".

Este párrafo, como es evidente, no excluye sino que expresa la responsabilidad del señor Cuaranta en el homicidio de Marcos Satanowsky. Y si el señor Cuaranta ha interpretado lo contrario, da margen a que se dude de su cociente intelectual.

El señor Cuaranta da por supuesto lo que alguien lo descarta como instigador del asesinato de Marcos Satanowsky. Pero no es así. Nadie que proceda con lógica puede descartar a la luz de los siguientes indicios:

1. El móvil probable del crimen es el del diario La Razón. Y en esto parecen coincidir, no sólo la familia Satanowsky y el autor de estas notas, sino el propio señor Cuaranta, quien al presentarse por primera vez ante Rodríguez Araya dejó en sus manos un papelito de su puño y letra que ellos: "Héctor Salís. Trabaja en Clarín. Lo protege Noble".

2. Héctor Salís es el protagonista de los diálogos aparentemente extorsivos con Ricardo Peralta Ramos, cuya grabación he reproducido en mis notas 12ª, 13ª, y 14ª. Allí Salís afirma reiteradamente que el señor Cuaranta tiene interés en comprar el diario La Razón.

3. En las tratativas de compra intervino Atilio Carpinacci, designado por Cuaranta “investigador" en la Comisión Especial del Poder Ejecutivo.

4. El procesado Lorenzo tuvo relación y trato con Cuaranta, según uno de los testigos que declaran ante la Comisión Cuaranta.

5. El ex empleado y guardaespaldas de Cuaranta, Pérez Griz, confiesa intervención en el crimen y lo acusa de instigador.

6. El revólver que mató a Satanowsky es propiedad de Pérez Griz.

7. Tres testigos declaran que ese revólver fue reclamado por Cuaranta.

8. El acusado Palacios está a las órdenes indirectas de Cuaranta.

9. Cuaranta firma el carnet de Pérez Griz seis días antes del crimen.

10. Dos días después del crimen, Pérez Griz y Palacio salen apresuradamente de viaje, con una misión confiada por Cuaranta: la de adiestrar a exiliados paraguayos en Formosa. Es decir, que Cuaranta los saca de la circulación en un momento muy significativo.

11. El pistolero colombiano La verde Pinilla, o "Delgado Chaibud" (de cuya posible intervención en el hecho me ocuparé oportunamente) no solo es agente del SIDE, sino que tiene domicilio comercial doctor registrado contiguo al estudio del Satanowsky: San Martín 536, segundo piso, frente.

12. El señor Cuaranta admite que él "investigó" el caso Satanowsky. Pero de esa "investigación" no supo labrar actuaciones escrita. ¿Por qué?

13. El testigo Marcos Ozanic, que ahora resulta pieza clave en el esclarecimiento, concurrió oportunamente al SIDE con una valija de documentos y papeles. Pero el "investigador" Cuaranta, o sus auxiliares, desestimaron ese precioso aporte. Nuevamente cabe preguntar por qué.

Podría seguir enumerando indicios. Basta con los anteriores para que nadie sienta la tentación de descartar al señor Cuaranta. ¿Es posible que a pesar de toda evidencia circunstancial, el señor Cuaranta no haya sido el instigador del crimen? Si, es posible. ¿Es posible que tantas circunstancias se hayan confabulado contra él? Si, es remotamente posible. Pero recuérdese que es él quien crea las circunstancias. Si el señor Cuaranta se rodea de extorsionistas y pistoleros, y si esos extorsionistas y pistoleros resultan luego implicados en un homicidio, el señor Cuaranta no puede indignarse contra quien sospeche de él y, formule esa sospecha.

El señor Cuaranta no aparece mencionado por casualidad en el Caso Satanowsky. O porque alguien le tenga inquina. O porque alguien quiera desprestigiar a la Revolución Libertadora. Aparece mencionado simplemente porque hay una pila de elementos de juicio que apuntan a en su dirección.

Apelo al sentido común de cualquiera. Si un hombre de la calle, en un caso de homicidio, tuviese en contra una tal suma de antecedentes, ¿no es obvio que sería interrogado a fondo por la policía, procesado por los jueces?

Pero he aquí que el señor Cuaranta es general de la Nación, como él mismo dice: ¿Por qué no se lo procesa? Entonces yo me limito a preguntar qué queda del artículo de la Constitución Nacional que reza claramente: Todos los ciudadanos son iguales ante la ley. ¿O es que aIgunos son más iguales que otros, como dijo un humorista?

(Mayoría, N°66, 12 de noviembre de 1966)

 

Prólogo a los que luchan y los que lloran de Jorge Masetti

Que su nombre siga casi tan ignorado en su país como el pedazo de selva que esconde sus huesos, era previsible para Jorge Masetti. Periodista, sabía cómo se construyen renombres y se tejan olvidos. Guerrillero, pudo presumir que si era derrotado, el enemigo sería el dueño momentáneo de su historia.

Masetti, desde luego, era un rebelde integral. La guerrilla de Salta, su presencia en Argelia y en Playa Girón, Prensa Latina, este libro son eslabones de una misma cadena de admirable coherencia. Entre 1958 y 1964 vivió para la revolución latinoamericana cuya semilla está en Cuba y la revolución vivió tempestuosamente en él.

Hubo sin duda un proceso cuya génesis atestiguan estas páginas. Masetti era reportero de medio El Mundo cuando en 1958 decidió ir a ver qué sucedía en Cuba. Sus contactos son débiles, sus medios escasos, su objetivo –Fidel en la Sierra- desmesurado.

La medida del peligro está dada, sin énfasis, en su propio relato: de los dos periodistas extranjeros que Masetti encontró en la Sierra, uno fue asesinado al descender, por la policía de Batista; al otro lo torturaron y "cantó".

Mortales esperas, escondites, marchas imposibles a pie y en mula, la confianza, jugada a cara o cruz en cada instante, lo acercaron a los grandes protagonistas de su historia. En el camino iba quedando el pueblo cubano, sus campesinos ametrallados, sus aIdeas arrasadas con napalm. Masetti, ­ que confesaba no haber tirado nunca un tiro, se encontraba de golpe bajo el fuego de las ametralladoras 50, con que un avión rociaba en la meseta lo único que daba señales de vida, él y su guía. Una campesina le entregaba un revolver 22 no para defenderse, sino para suicidarse si topaba con los guardias. Cambiaba él mismo su ropa oscura de porteño con aires de compadrito por la guayabera del campesino, por el uniforme del ejército rebelde. Pero en ese ilusionismo de periodista ingenioso había como un oscuro rito, una transformación auténtica. Había ido lleno de dudas, prevenciones, sutilezas y se lo tragaba la insuperable experiencia colectiva de un pueblo en revolución.

Los reportajes a Fidel y al Che, transmitidos por Masetti desde la radio rebelde, fueron importantes en la propia isla: era la primera vez que el pueblo cubano escuchaba a sus líderes. En aquel momento la revolución –agraria, popular, antiimperialista- no se definía aun públicamente por el socialismo. Eso llegaría después. Mucho de lo que estábamos haciendo ni lo habíamos soñado”, declaraba Guevara. (…)

Masetti regresa a La Habana, está marcado. Las radios del Caribe retransmiten todavía su reportaje, el país entero ha escuchado su voz, la policía conoce su cara. Los únicos que parecen ignorar su hazaña son sus jefes en Buenos Aires. Un angustioso cambio de telegramas le confirma que no han recibido nada. Entonces, hace algo que requiere un coraje excepcional: vuelve a la Sierra y graba por segunda vez su reportaje.

Las tretas que usa para sortear el cerco represivo, lo pintan a Masetti. Turista alemán, viajante italiano o presunto esposo de una campesina gorda, no pierde en mitad del peligro su agudo sentido de lo cómico. Muchos menos esa mirada fotográfica del periodismo nato, capaz de dar en cuatro líneas lo esencial de cualquier situación. Los pequeños retratos de la pequeña gente brillan con luz propia junto a los héroes mayores del Olimpo. Santiago a oscuras, la carretera desierta "el sonido de rondo" que acompaña su reportaje a Guevara, son estampas memorables en un relato sin pausas.

Este reportaje es, en mi opinión, la mayor hazaña individual del periodismo argentino.

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