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manual de conducción biopolítica
Ramón Carrillo no solo fue un pionero del sanitarismo sino también un inesperado soñador de futuros perdidos. Dejó una obra que conjuga cibernología con biopolítica, y que propone la versión peronista de una tecnocracia nacional. Su infeliz desencuentro con la cibernética y la biografía de Gabriel Muro.
Ilustraciones: Nicolás Daniluk
23 de Julio de 2021
crisis #48

 

A mediados de mayo de 2021, la vicepresidenta argentina apareció en un acto público con un ejemplar de Fragmentar el futuro, una compilación de artículos del filósofo Yuk Hui editada por Caja Negra. La filosofía de Hui propone que cada cultura particular recupere y desarrolle una tecnología particular y un modo propio de relacionarse con ella, lo que él llama una “cosmotécnica”. ¿Qué hacía Cristina Kirchner con ese libro? ¿Qué puede ofrecer Argentina y, dentro de ella, el peronismo a un particularismo tecnológico pensado desde la otra punta del mundo, en la frontera del paradigma cibernético? ¿Hay o hubo una cosmotécnica argentina?

En una oscura habitación del Archivo General de la Nación, entre pilas de documentos originalmente secuestrados por la Revolución Libertadora, hay una caja de cartón rotulada como “Papeles sin importancia del Sr. Carrillo”. En esa caja duerme un amarillento manuscrito en donde el ministro de Salud de Perón presenta dos conceptos de su autoría: “cibernología” y “biopolítica”.

Ese documento es el corazón de El don de la ubicuidad, el libro del sociólogo, bloguero y cineasta Gabriel Muro editado por Miño y Dávila. El libro podría haber sido una biografía intelectual de Ramón Carrillo, una historia del sanitarismo peronista, o un análisis del concepto “biopolítica” en Argentina. Muro prefirió escribir un ensayo disgresivo, interrumpido por espasmos de erudición anodinos y fragmentos sobreconceptualizados de historia argentina. Pero debajo de esa hojarasca fluyen dos relatos de interés: el peronismo tecnocrático que no fue y la tortuosa relación argentina con la posibilidad de una cosmotécnica. 

Ramón Carrillo fue un meritócrata. Hijo de una extensa familia santiagueña, viajó a Buenos Aires para estudiar Medicina, luego fue becado a Europa y volvió al país para destacarse como docente, investigador y neurocirujano en el Hospital Militar. Allí conoció a Perón, al tiempo que orientó sus intereses hacia el sanitarismo y la medicina social. En 1946 quedó al frente de la Secretaría de Salud, más tarde Ministerio, desde donde duplicó la cantidad de camas de hospitales y llevó adelante exitosas campañas contra el paludismo, la tuberculosis y las enfermedades venéreas. Incluso soñó con un Sistema Nacional de Salud.

A partir de 1949 el meritócrata se volvió tecnócrata: en busca de la eficiencia y la racionalización, implantó un régimen taylorista en los hospitales, combatió el ausentismo obrero por “simulación de enfermedades” y proyectó un sistema de fichaje de trabajadores sobre criterios casi lombrosianos (incluso creó un Instituto de Biotipología a tal fin). Muro explica ese viraje a partir de la creación de la Fundación Eva Perón en 1948, que absorbía muchas de las funciones sanitarias del Ministerio, contaba con prioridad política, mayor presupuesto y autonomía, y, en especial, aplicaba un criterio de gestión diametralmente opuesto al de Carrillo: “Si las políticas de la salud de Carrillo integraban la práctica médica a una gestión económica y política que apuntaba a racionalizar la sociedad, la acción polivalente de la Fundación Eva Perón reenviaba hacia formas arbitrarias de reparto del dinero y de las atenciones que no tenían en cuenta ninguna racionalidad económica”.

En 1951 Carrillo creó el Departamento de Cibernología. Las palabras “gobierno” y “cibernética” tienen el mismo origen: kybernetes, timonel. Para Platón, el ciberneta es el gobernante que tripula el barco social. Con el tiempo, ese modelo clásico de gobierno racional debió competir con el rey pastor judeocristiano que cuida a cada una de sus ovejas. Desde entonces Occidente se debate entre la tecnocracia y el paternalismo. Mientras tanto la cibernética se desplazó al lenguaje técnico. Norbert Wiener fijó el sentido del término como el feedback de información dentro de cualquier servomecanismo. Carrillo leyó a Wiener pero buscaba recuperar el sentido clásico de ciberneta, para hacer frente al liderazgo pastoral de Eva Perón. Concibió a su cibernología como “ciencia del gobierno o manejo racional de la cosa pública al servicio del bienestar general”. El gobierno científico carrillista debía ponerse por encima de la política, la economía, el derecho y la sociología, y al mismo tiempo absorberlos, con el objetivo de “cuidar el caudal biológico del pueblo, lo que llamamos la Biopolítica”.

Ramón Carrillo fue un meritócrata. Hijo de una extensa familia santiagueña, viajó a Buenos Aires para estudiar Medicina, luego fue becado a Europa y volvió al país para destacarse como docente, investigador y neurocirujano en el Hospital Militar. Allí conoció a Perón.

 

foucault decime qué se siente

El concepto de “biopolítica” se hizo conocido a partir de unas conferencias que dio Michel Foucault en Brasil durante 1973. Desde entonces, toda una disciplina del pensamiento se dedicó a mostrar los modos en que la vida biológica se vuelve objeto de gobierno. ¿Cómo pudo Ramón Carrillo dar con el mismo concepto veinte años antes? Muro apunta con agudeza que Carrillo y Foucault comparten la costumbre de no citar a sus fuentes de inspiración, que en este caso pudo ser la misma: el politólogo y geógrafo sueco Rudolf Kjellén (1864-1922), muy influyente entre los nacionalsocialistas alemanes. De hecho, Carrillo debió disputar la autoría del concepto con Jacques Marie de Mahieu, excuadro francés de las SS escondido en Argentina y autor de un artículo titulado Necesidad de una Biopolítica

La biopolítica de Carrillo atiende a la “necesidad perentoria de fijar una política biológica con el potencial humano, para cuidarlo y mejorarlo, programa que está lejos de aquello que los alemanes llamaron higiene de la raza y que condujo a tan terribles consecuencias”. A Carrillo no le preocupaba tanto la raza como el orden social. Y, dentro de ese orden, el riesgo constante de entropía que definió con características tales como “el aumento de los débiles mentales”, “el envejecimiento de las poblaciones cultas”, “la prolongación – paradojal– de vidas inútiles”. Se propuso combatirla con medios que iban desde la vieja eugenesia hasta el empleo de técnicas de guerra psicológica en tiempos de paz: crear “rabia consciente razonada” entre la población. Si Perón, siguiendo a Clausewitz, creía que solo se podía librar la guerra contando con un pueblo preexistente, la biopolítica de Carrillo confiaba en poder criar a un pueblo especialmente para la guerra.

La muerte de Eva Perón en 1952 pudo ser la oportunidad de Carrillo para reemplazar de una vez la pastoral peronista por una tecnocracia cibernológica. No lo fue: la crisis económica del peronismo menguó los recursos del Ministerio y el embudo político endureció las lealtades. Perón no necesitaba una burocracia racional y Carrillo terminó desplazado por Alberto Tesaire, para morir exiliado en Brasil.

Sin embargo, su proyecto estaba destinado a morir desde antes. Su biopolítica era obsoleta en el mundo de posguerra y su cibernología desconocía las leyes elementales de la cibernética. Sin teoría de los sistemas, ni tecnologías de la información, ni siquiera un principio de retroalimentación, “puede pensarse a la cibernología como una respuesta proteccionista a la cibernética –concluye Muro– una aparente alternativa nacional al pilotaje científico del Estado, capaz de producir resultados similares a la cibernética sin necesidad de contar con costosos aparatos de cálculo”. 

Será a partir de 1956, mientras Carrillo agonice en Belém, cuando se desarrolle una cibernética argentina de la mano de Manuel Sadosky, Oscar Varsavsky y la carrera de Computador Científico de la Universidad de Buenos Aires. Ellos se encargaron de incorporar selectivamente tecnologías del Primer Mundo para adaptarlas a las necesidades locales. Un auténtico proyecto de mestizaje tecnológico que fue abortado por los lamentables cibernetas del golpe de 1966.

¿Qué lugar le queda a Carrillo en la historia de una posible cosmotécnica argentina? ¿Un mártir de la Salud Pública, un frío tecnócrata derrotado por el hecho maldito del país burgués? ¿O quizás otro intento de solución a un problema secular de Argentina?

 

la posibilidad de una cosmotécnica

¿Qué lugar le queda entonces a Carrillo en la historia de una posible cosmotécnica argentina? ¿Un mártir de la Salud Pública, un trasnochado nazi cobrizo, un frío tecnócrata derrotado por el hecho maldito del país burgués? ¿O quizás otro intento de solución a un problema secular de Argentina?

Alejandro Bunge fue un ingeniero y economista católico de linaje patricio. En 1940 señaló que los días de Argentina como país agroexportador estaban contados y que su futuro debía ser industrial. Por ese motivo, peronistas y desarrollistas lo adoptaron como pionero del industrialismo criollo junto a Newbery, Mosconi y el Plan Pinedo. Como dato marginal a ese homenaje quedaba el desembozado racismo del autor. El historiador Ezequiel Gatto analizó el proyecto de Bunge exactamente al revés: tomó a la insistente preocupación por la extinción de la raza blanca en Argentina como el centro de su pensamiento y a la industria como una mera herramienta para revitalizar esa hegemonía racial en crisis. Un modernismo reaccionario.

Bunge murió en mayo de 1943. Un mes después, Perón llegaba al poder. Y más tarde Carrillo juraba como secretario de Salud. En el medio, el Tercer Reich había caído y la plaza de Mayo se había llenado de morochos. Pero el proyecto de Bunge seguía siendo tentador: modernizar a las élites, tecnificar las líneas de mando sociales. El fracaso de Carrillo fue el fracaso de un gobierno racional y eficiente de la plebe argentina. Desde 1955 el país resultó ingobernable para democracias y dictaduras que, llegado el caso, no dudaron en apelar a lo peor de la biopolítica carrillista. Mientras tanto, Argentina perdía el tren cibernético y se transformaba en una importadora neta de tecnologías, otra víctima de la pérdida de tecnodiversidad que denuncia Hui.

¿Cómo recuperarse de aquello? ¿Qué sentido tiene esta historia? En 1948, mientras Carrillo cocinaba su cibernología, el físico austríaco Ronald Richter le vendía a un Perón fascinado un proyecto de fusión nuclear en la Isla Huemul. Un fraude total, tal como develó una Comisión Nacional de Energía Atómica convocada especialmente e integrada, entre otros, por José Antonio Balseiro. La CNEA sería la encargada de desarrollar la energía por fisión nuclear, que hoy Argentina lidera en la región. Recuperar una cosmotécnica implica también aprender de las cosmotécnicas fallidas. Retomar el abortado proceso de traducción y mestizaje tecnológico, pero también pensar una verdadera cibernética social que, con recursividad y retroalimentación, sea capaz de gobernar por fin a la sociedad argentina.

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