malvinas para centennials | Revista Crisis
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malvinas para centennials
Las vemos en todos lados (calcomanías, tatuajes, banderas, carteles ruteros), pero no sabemos casi nada sobre ese test de Rorschach que nuestra cabeza dibuja de memoria cada vez que las escuchamos nombrar. Con ustedes, más allá del nombre, más allá del mapa, más allá de la guerra: las Malvinas.
01 de Abril de 2021

 

Este 2 de abril, como sucede desde 1983, la efeméride lo teñirá todo: en las escuelas se hablará de Malvinas —antes o después del feriado—; habrá notas o incluso secciones especiales en los medios recordando la guerra; pulularán las historias de excombatientes que seguramente prestarán su voz en alguna entrevista, como hacen desde que les quitaron la mordaza (al principio no estaba bien visto que hablaran); habrá actos oficiales y hablarán los políticos dando su mensaje de "Malvinas Argentinas"; habrá cientos de retweets, miles de posteos en Instagram con la forma de "las hermanitas perdidas", se reivindicará el patriotismo y el ser nacional, se recordará como infame la gesta de la Junta, e igualmente infame la reacción "inglesa" (es decir, británica) bajo el comando de la Thatcher. El país, unido, homenajeará a sus héroes.

Salvo en un rincón del país. El rincón en cuestión.

Mañana, en Malvinas, lo más probable es que amanezca frío y ventoso, y que las nubes alternen con sol y lluvia según cómo sopla el viento (no es un pronóstico sacado de The Weather Channel, pero es lo que pasa casi todos los días en las islas). Hoy, en las islas, seguramente será un día de congoja y memoria, donde les mapadres y abueles les contarán a sus hijes y nietes sobre la invasión

¿No es increíble que, como argentinos, nunca hayamos oído el relato de los habitantes de las islas al momento del desembarco de las tropas nacionales el 2 de abril de 1982? Y eso que en las islas no se cansan de contarlo: una pared entera del museo malvinense está dedicada a      este período, hay una película que narra la vida de los isleños durante la guerra, y uno de los de mayores bestsellers que rompen las bateas en Port Stanley se llama 74 días, por el tiempo que los locales estuvieron a la buena de Dios (o de lo que dispusieran los comandos argentinos), desde el 2 de abril hasta el 14 de junio. Ese día sí es una fiesta por esas latitudes, feriado para los 2500 habitantes, la celebración del Día de la Liberación, como llaman los isleños a esa jornada tan olvidada por los argentinos. ¿Cómo es posible que a un año de cumplirse 40 años de la guerra no sepamos nada nuevo sobre las islas y sobre quienes las habitan? ¿Podremos mantenernos otros 40 años contando los mismos relatos todos los 2 de abril?

 

una patagonia oceánica

En la primera línea del libro La Patagonia vendida, de Gonzalo Sánchez, un entrevistado asegura: "La Patagonia es argentina solo por casualidad". De las Malvinas se podría decir lo mismo: salvo el reciente consenso científico de que efectivamente forman parte de la plataforma continental argentina, las islas, a más de 200 millas náuticas de la costa nacional, podrían haber sido de cualquiera. Hay que hacer el ejercicio de olvidar todos los mapas que hemos visto alguna vez representando nuestro territorio, con las Malvinas allí pegaditas, para darnos cuenta de que ni están tan cerca ni cercanía es sinónimo de soberanía (para ello, basta ver un planisferio de territorios en disputa). Si a este hecho geográfico le sumamos el aislamiento producto de su fría relación con su vecino inmediato, entonces las Malvinas quizás resulten más parecidas a lugares remotos del planeta, como los archipiélagos de Ascensión y Santa Helena en el medio del Atlántico, que a ese terreno utópico donde se deposita la unidad nacional… Visto así, resulta menos sorprendente que en el periódico disponible dentro de la iglesia anglicana del "centro" de Stanley —la edificación más importante de la "ciudad"— se puedan leer noticias sobre las iglesias de Surinam y Santa Helena o que los isleños conozcan al dedillo las disputas territoriales de Nueva Caledonia, Timor Oriental o Belice. Es que los isleños —los nacidos y criados allí, es decir, el 50 por ciento de la población, sin contar a los militares de Mount Pleasant— llevan una vida pueblerina, pero con ajetreadas relaciones internacionales, con una mirada estrábica entre la Argentina y el Reino Unido.     

Si aceptamos que las Malvinas son más que dos formas en un mapa, entonces debemos explorar el territorio. Lo que sabemos todos: de un lado está la Gran Malvina (West Falkland) y del otro, la isla Soledad (East Falkland), enfrentadas y atravesadas por el estrecho de San Carlos (Falkland Sound). Los otros casi doscientos islotes e islas que componen el archipiélago se ven únicamente si la escala del mapa es generosa. Y si uno visita las islas, debe contar con tiempo y dinero suficientes, ya que el único modo de llegar a ellos es a través del servicio aéreo "FIGAS", que cuesta entre 80 y 120 libras por tramo y que lleva a no más de 10 personas por viaje. Desde ya, vuela únicamente a las islas habitadas, que son poquísimas entre esas doscientas. ¿Y por barco? Bien, gracias: si en algo perdura el espíritu argentino es en darle la espalda al mar; en las islas casi no se come pescado, casi no se pesca y casi no se navega. Si Ud. llegó en barco a las islas, eso quiere decir que trabaja en condiciones de esclavitud en una factoría marítima —buques españoles y japoneses, en su mayoría, destinados a pescar y, más aún, empaquetar calamares en aguas que son parte de la disputa territorial pero que desde 1983 trabajan con licencias otorgadas por el gobierno malvinense— o que es un bacán que va camino a la Antártida y/o a Chile en un crucero turístico, y que pasará medio día en Stanley. Si no, el viajero que ponga un pie en las islas tendrá que llegar en avión. Eso podrá darse cualquier día sábado —siempre y cuando el tiempo cambiante lo permita—, ya sea desde Londres con escala técnica en Ascensión, desde Punta Arenas o desde San Pablo —en estos últimos dos casos, con paradas mensuales en Río Gallegos y Córdoba, respectivamente—. Aunque, claro, estamos hablando de tiempos prepandémicos, así que, por ahora, lo mejor será conocer a través de la lectura, y postergar los viajes para después de las vacunas.

Los vuelos que llegan desde fuera de las islas aterrizan todos en Mount Pleasant, a unos 50 kilómetros de Stanley, la base militar construida luego de 1982. Allí se estima que hay entre 1000 y 1500 soldados (el dato real no lo saben ni siquiera los isleños). Por la ruta —también construida luego de 1982, vacía, impecable— se llega a Stanley, la única "ciudad" de las islas (va entre comillas porque son menos de 2000 habitantes, más o menos la misma cantidad que en El Chaltén, la urbe menos habitada de Santa Cruz, la provincia menos densamente poblada del país). Le decimos Stanley porque así se la conoció en todos nuestros mapas previos a 1982: recién el 10 de abril de ese año, y luego de algunas discusiones internas que bautizaron provisoriamente como "Puerto Rivero" a la ciudad, Stanley pasó a llamarse "Puerto Argentino": una extrañeza, ya que la ciudad fue fundada por británicos en 1845, doce años después del ataque de la corbeta británica a Puerto Soledad —antes, "Puerto Luis", hoy "Port Louis", actualmente finca privada. Conocer las islas es también librarse de viejos pruritos y aprender su historia, sus nombres, como el de "Falklands", que tan mala prensa tiene y que no es ni más ni menos que el nombre que se le da en inglés desde siempre a las "Islas Malvinas" (por cierto, los isleños también tienen mucho por trabajar: a este término ellos lo llaman "The M Word" —"la palabra con 'M'"—, como si estuviesen hablando de Voldemort).

Desde Mount Pleasant (o Monte Placentero, si de nombres y traducciones hablamos) hasta Stanley se ve lo mismo que en todo el resto de las islas: pastos largos más verdes o más amarillos según la época sobre una tierra negra que luego el visitante sabrá que es turba (un combustible que luce como barro pero que no ensucia, y que se encuentra en muy pocos lugares del mundo), colinas suaves, algunas rocas puntiagudas y varios fragmentos de un mar azul, que se obstina en figurar en casi todos los recovecos de las islas (esto sí está muy bien representado en los mapas, y lo sufren los niños que calcan y los tatuadores que empastan brazos y espaldas con tinta). Cada tanto el paisaje natural es interrumpido por un rebaño de ovejas o un conjunto de vacas. Más infrecuente aún —pero sucede—, al paisaje le brotan una, dos o hasta tres casas, con algunos galpones o hangares: es lo que se conoce en las islas como "camp", palabra heredada del "campo" de los gauchos en vez del "countryside" british.

En esos parajes viven unas 350 personas, repartidas en conglomerados de no más de 40 habitantes cada uno. Es decir: las islas están prácticamente vacías si las comparamos con cualquier localidad rural nacional (Iruya, en Salta, tiene 1.500 habitantes; Timote, en Buenos Aires, más de 500). ¿Qué crece en estos campos? Nada: solo el pasto que comen las ovejas —unas 500 mil— y las vacas, y lo que se cultiva en los invernaderos de las casas para consumo personal (comprar una fruta en el supermercado es de millonarios).

Si se mira bien, entonces, las islas no son tan distintas a como las describió Darwin en los marzos de 1833 y 1834, salvo que, tal como lo predijo, el zorro malvinero —único mamífero autóctono— se extinguió a causa de las acciones del mamífero más mortífero del mundo. Todavía existen islas e islotes colonizados enteramente por aves y/o lobos y elefantes marinos, y los pingüinos más grandes del mundo luego de los antárticos se encuentran fácilmente en distintas costas del archipiélago —Gypsy Cove y Volunteer Point son las pingüineras más accesibles desde Stanley—. Si nos olvidamos por un momento de las muchas ovejas, las pocas vacas, cabras y gallinas y los poquísimos homínidos, podríamos decir que las Malvinas son una de las reservas naturales más grandes del país. Salvo, claro, que miremos al mar, donde las reservas ictícolas y de calamares se depredan como si no hubiera mañana. Pero eso no se alcanza a ver desde las costas: solo se percibe en el PBI de las islas que, mirado per cápita, es uno de los más altos del mundo gracias a las concesiones de pesca que otorgan.

El visitante que aterrice en Mount Pleasant y decida quedarse una sola semana, si no cuenta con demasiado capital —hay que tener mucho para pasar una semana en las islas, a pura libra y con nula competencia de precios—, lo más probable es que se vuelva a su casa sin haber conocido más que la mitad norte de la isla Soledad, con las referencias de San Carlos al oeste, Stanley al este, Volunteer Point al norte y Darwin al sur, la visita al cementerio argentino ineludible e impactante, por la soledad de esos compatriotas alojados en el medio del camp malvinense. Ese pantallazo no será exhaustivo, pero será suficiente para tener una noción de la geografía de las islas que excede a los mapas físico-políticos de la escuela, y alcanzará también para charlar con un puñado de locales, y ver quiénes son los isleños y cómo transcurren sus vidas en la actualidad.

 

made in las islas

Los censos históricos de las islas están todos disponibles online. No sabemos quiénes viven allí simplemente por vagancia. Grosso modo, desde fines del siglo XIX hasta 1982 la población se mantuvo estable en torno a las 2.000 personas. Desde entonces, el incremento porcentual fue enorme, pero el nominal fue pequeño: unas 1.200 personas más se afincaron en las islas, la misma cantidad que habita una manzana densamente poblada de la ciudad de Buenos Aires, en una superficie equivalente a la mitad de la provincia de Tucumán. A esto hay que sumarle el número incierto de militares que están en la base Mount Pleasant, que no son censados. Allí viven también unos 300 civiles que dan servicios, mientras que el resto de los pobladores está en Stanley y en el campo.

Si uno visita Stanley puede que se sienta en una microciudad cosmopolita: hay latinos, asiáticos, africanos y caucásicos, en ese orden de prevalencia. Además, hay una etnia difícil de identificar, que solo se averigua preguntando: son santahelenos, provenientes de un pedazo de territorio de ultramar británico perdido en el medio del Atlántico. La mitad de los isleños son inmigrantes, cada uno con sus motivos: muchos chilenos de Punta Arenas, que llegan por la imperiosa necesidad de mano de obra en islas y se aseguran un futuro para sus hijos a fuerza del poliempleo y de salarios en libras (también hay uruguayos, paraguayos, y hasta ¡46! argentinos); los filipinos trabajan en supermercados y la construcción; los africanos son de Zimbabwe, y llegaron en 2010 para retirar las minas argentinas (su tarea continúa); entre los caucásicos, los hay de todos lados, cada uno con su historia, y si uno afina el ojo puede llegar a distinguir a los de piel blanca, ojos claros y pelos mayormente rubios: son los locales, que nosotros conocemos con el despectivo nombre "kelper" —refiere a una alga pegajosa— mientras ellos eligen el más simpático "isleño". Esos serían nuestros "piratas" de la historia, pero ellos se ofenden: dicen que hay familias de hasta ocho generaciones en las islas, y nos acusan a los argentinos de ser una población incluso más nueva en el continente (lo cual es verdad para el grueso de los descendientes de inmigrantes de nuestro país).

Cuando estuve en las islas, conseguí hablar apenas con diez isleños de pura cepa: Bonnie, la encargada del hotel, de trato amable y apariciones fantasmagóricas, se limitó a responder dudas las pocas veces que estuvo detrás del mostrador; las dos empleadas del museo fueron frías e igual de discretas; Lisa, la conductora de la Land Rover que nos llevó a Volunteer Point, de pocas palabras; dos más en una charla de magra asistencia que dio el jurista argentino Marcelo Kohen y otros cuatro en dos "levantadas de dedo". Estas últimas experiencias quizás hayan sido las más ricas, por su contraste: en la charla, una suerte de redneck/hater malvinense se dedicó a despotricar e interrumpir a un muy respetuoso orador, mientras el público —la ministra de Economía, que venía de Canadá, y dos periodistas británicos, malvinenses por adopción— asistía en silencio, y otro malvinense, correcto y amistoso, le paraba el carro cada vez que podía a su coterráneo. El mismo contraste observé en los conductores de turno: en el primer auto, un señor llevaba a su nieta a un acto escolar, y fue tan amable que se negó rotundamente a dejarme en otro lugar que no fuese la puerta del hotel; en el segundo, un hombre de treintilargos se mordió la lengua cuando le dije que era argentino, pero justo antes de dejarme, se mandó un discurso de que todo allí era muy británico, de que ellos querían seguir siendo británicos y que por favor le informe a mis connacionales de esta situación, mientras su esposa lo silenciaba a cada palabra, más por no perturbarnos que porque estuviese en desacuerdo.

Cuando nos íbamos de las islas compré el Penguin News de esa semana: en su editorial, la periodista Lisa Watson invitaba a sus vecinos a dejar de mirar qué hacían o no hacían los argentinos que estábamos en las islas. Es decir, mientras nosotros no los veíamos a ellos, ellos nos estaban vigilando de cerca a nosotros, una paradoja que se completó con un show de aviones caza simulando acciones de guerra mientras los micros llenos de argentinos volvían al aeropuerto, en un gesto que elijo creer casual, aunque hay razones para pensar que eso también fue un mensaje para enviar al continente.

 

sur, paredón y después

Antes de llegar a las islas y minutos después de conocernos en el aeropuerto de Río Gallegos, Marcelo Kohen me hizo un planteo tan simple que me llamó la atención no haberlo pensado antes: "Si mañana vienen los británicos y nos dicen que están dispuestos a negociar la soberanía, ¿nosotros qué les proponemos?". Él estaba viajando para dar su charla en las islas, que consistía en acercar una propuesta de negociación que generó tanto revuelo allá como cuando la presentó en Buenos Aires frente a una comisión del Congreso.

Una pregunta parecida plantea otro académico malvinero —en este caso, historiador y exdirector del museo de Malvinas ubicado en la exESMA—, Federico Lorenz, en su libro En quince días nos devuelven las islas (UNR Editora, 2018), que usa el inverosímil escenario del título para pensar cómo actuaríamos si efectivamente recuperáramos las Malvinas. Nos las devuelven, ¿y? ¿Qué hacemos con ellas? Entre la ficción y la historia, Lorenz dice cosas como que "una de las definiciones de la locura es pretender resultados diferentes haciendo siempre lo mismo" y que para la cuestión Malvinas el terreno que hemos sembrado está complicado, porque "cualquier modificación retórica es una 'traición', y quien no modifica nada es 'patriota'". Lorenz no arma una propuesta concreta, como Kohen, pero va en la misma línea: es necesario actualizar el discurso y ampliar los límites de lo decible en torno a Malvinas (por ejemplo, cosas tan sencillas como que "Puerto Argentino" es una invención de la Junta Militar, que "Falklands" es el nombre en inglés o que los isleños no son población implantada, o no lo son más que la nuestra; todo esto, sin perjuicio de que el objetivo último es que las Malvinas vuelvan a ser argentinas).

Lo único que sabemos a ciencia cierta es que, como causa nacional, Malvinas es de las pocas que perviven. Pero así como el mito sigue latente, del mismo modo parece haber pocas opciones para pensar en torno al mito y fuera de él, con respeto por los veteranos y, a la vez, con una mirada que no abarque solo el pasado inmediato (40 años), sino el espectro completo, desde la historia hasta el futuro. No será ya la generación de los excombatientes (la mayoría jubilados o próximos a hacerlo) la que continúen el diálogo por Malvinas. Tampoco serán los británicos herederos de Thatcher, ni los isleños que vivieron en carne propia lo que ellos llamaron "la invasión de 1982". Somos las nuevas generaciones de argentinos, británicos e isleños (esto último es una novedad, pero no podemos dejar de considerar a los pobladores y su historia) quienes debemos encarar el diálogo para que, algún día, podamos decir "Malvinas Argentinas" o "Argentine Falklands", y en esas palabras resuene algún viso de realidad.

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