La Morgue está de fiesta: literatura policial en la argentina | Revista Crisis
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La Morgue está de fiesta: literatura policial en la argentina
Estos rigurosos apuntes de un dúo que hizo huella en la crítica literaria dan cuenta de las ramificaciones y complejidades de este género muchas veces ninguneado pero revalorizado gracias a autores como Rodolfo Walsh y Ricardo Piglia. Un texto clave publicado en la Crisis #33 de la primera época, que propone una lectura del policial con mirada histórica.
15 de Octubre de 2021

 

En su prólogo a Diez cuentos policiales argentinos, primera antología del género compilada sobre la base de autores nacionales, Rodolfo Walsh fechaba con precisión los comienzos de la narrativa policial argentina: "Hace diez años, en 1942, apareció el primer libro de cuentos policiales en castellano. Sus autores eran Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Se llamaba Seis problemas para don Isidro Parodi". Al margen de que la minuciosidad cronológica de Walsh remitiera, obviamente, a ciertas ironías del propio Borges sobre la identidad de los precursores, la fecha y el texto elegidos poseen indudable representatividad desde el punto de vista de la historia del género, y señalan, por lo menos, un momento decisivo en el proceso de su configuración en nuestro medio.

Walsh —que entonces parece adherir de manera notoria a la clásica vertiente de la novela con enigma— remarca como valores destacables en ese libro la "plausibilidad" de sus argumentos; la "singularidad" de su detective —extraña mezcla del Caballero Dupin, Monsieur Teste y el rastreador del Facundo—, que desde su celda de la vieja Penitenciaría resuelve los casos policiales que se le van a consultar; y la idea misma, brillante e insólita, de este mecanismo detectivesco que aparece, desasido de preocupaciones materiales, como un auténtico triunfo de la “pura inteligencia".

Los Seis problemas y “La muerte y la brújula”, escrita ese mismo año por Jorge Luis Borges, junto con Las nueve muertes del Padre Metri (1942), de Leonardo Castellani, y La espada dormida (1945), de Manuel Peyrou, constituyen para Walsh el inicio de una producción "que ha ido creciendo en calidad".

El investigador norteamericano Donald Yates, por su parte, hará arrancar a la novela hispanoamericana "propiamente dicha" —y con ella a la argentina en particular— de Con la guadaña al hombro, publicada por Abel Mateo en 1940 con el seudónimo de Diego Keltiber, (una novela encuadrada, según Yates, en la tradición de las novelas fair play de Ellery Queen y S. S. Van Dine de los años treinta). Luego de esta apertura que, al considerar tanto la novela como el cuento, hace retroceder en dos años el pórtico admitido por Walsh, vendrían las colecciones de relatos de Castellani y del binomio Borges-Bioy Casares. De los cuentos escritos por estos dos últimos, bajo el seudónimo de H. Bustos Domecq, dirá Yates que se caracterizan por ser ejercicios astutos que desembocan en el humor. "Este humor (un humor para intelectuales) —afirma el crítico norteamericano— deriva de la incongruencia de una forma literaria fundamentalmente popular y vulgar tratada como si poseyera los atributos literarios e intelectuales de un ensayo filosófico".

Es interesante observar el encuadre que realiza Yates: "Desde el principio, el interés intelectual por la novela policial fue evidente, ya que, durante el lapso 1940-1948, el destino de la novela policial argentina estuvo en manos de un grupo de escritores y críticos de gran cultura". A partir del límite fijado por ese último año —que coincide con la aparición de El estruendo de las rosas, de Manuel Peyrou— la novela policial argentina está destinada, según el catedrático de la Michigan State University, a caer en manos de un grupo de escritores a los que se podría catalogar de "comerciales", y que escribieron novelas para las colecciones que entre 1948 y 1953 "gozaron de un éxito financiero sin precedentes". "En 1953 —rubrica Yates— el interés del público por la ficción policial de autores nacionales había llegado al ápice. Un año después, en 1954, ese interés se había prácticamente desvanecido. Había terminado una era."

Las referencias de Walsh y Yates suministran algunos indicios útiles. En primer término, la idea de un marco cronológico minuciosamente "datado”, que remite a un contexto determinado y, también, a una forma literaria que, con precisión casi biológica, nace, se desarrolla y llega a un alto grado de esplendor a partir del cual comienza una suerte de inevitable decadencia.

Tomando en cuenta ese marco —la específica narrativa policial argentina de la década del 40— nosotros trataremos de recuperar otras instancias anteriores y posteriores, en parte para someter a prueba el "pórtico” señalado precedentemente, en parte para deslindar con mayor rigor a qué especie concreta se refieren los comentaristas citados cuando hablan de narrativa policial, en parte para examinar la validez del juicio de Donald Yates sobre una presunta "decadencia" del género en el país, en parte entonces para establecer la posibilidad de otra interpretación de un proceso cultural sospechosa y significativamente relegado por el trabajo crítico.

 

el público y los precursores

No es arriesgado afirmar que, en líneas generales, la narrativa policial argentina remite de manera directa a notorios modelos anglo-norteamericanos. Modelos que se van renovando a través de los años —de Poe a Chandler, pasando por Conan Doyle, Chesterton, Sayers, Wallace, Cheyney, Ellery Queen, Spillane, etcétera— y que han dado lugar a algunas manifestaciones de verdadero talento pastichista. Desde esta perspectiva, parece seguro que para comprender el advenimiento de la narrativa policial argentina y entender, al mismo tiempo, ciertas particularidades de su desarrollo, es indispensable remitirse, en forma simultánea, a la evolución global del género y, de modo muy especial, a las características de su temprana difusión en nuestro medio: tanto para detectar influencias configuradoras, como para tener en cuenta las coordenadas a través de las cuales se fue estructurando un público con determinadas exigencias, con cierta tradición, con algunas ideas muy precisas sobre las leyes y requisitos del género.

Hacia fines del siglo pasado, simultáneamente con la aparición de algunos "aislados exponentes del género” (Luis V. Varela, Paul Groussac y Eduardo L. Holmberg escriben a orillas del Plata los primeros relatos policiales; habrían de seguirles, ya entrado el siglo XX, Horacio Quiroga y, muy particularmente, Vicente Rosal, oriental afincado en Córdoba que firma sus Casos policiales como Willlam Wilson), comienzan a difundirse entre nosotros los textos de Edgar Allan Poe y los folletines policiales de Emile Gaboriau, Conan Doyle, Gastón Leroux y numerosos autores menores que escribían para las columnas del periodismo, sobre todo para revistas juveniles del tipo de Nick Cárter, Tit-Bits, Buffalo Bill Magazine, entre otras.

Parte de esta tradición, que arrastra muchos de los ingredientes de la vieja literatura de folletín, con sus deus ex machina, sus trucos, sus inverosimilitudes y sus apelaciones a lo sentimental y extraordinario, encuentra acogida en las populares colecciones de quiosco que comienzan a florecer después de 1915, con publicaciones como La Novela Semanal, El Cuento Ilustrado, La Novela Universitaria, etc. Si bien los títulos estrictamente policiales aparecen en forma esporádica, su presencia y sus características señalan el naciente interés de escritores y lectores por una forma con notorio arraigo en los magazines ingleses y norteamericanos, y conocida en la Argentina, fundamentalmente, a través de las "series" traducidas en revistas como el Tit-Bits de Puga, Tipperary, El Pucky y otras similares.

El crimen de la mosca azul, de Enrique Richard Lavalle; El misterio del dominó, de Arístides Rabello; El crimen de Liniers, de Enzo Aloisi; Los casos de Nelson Coleman, de J. J. Bernat, relatos aparecidos en La Novela Semanal, Bambalinas y Grand Guignol, entre 1919 y 1922, bastan para caracterizar una etapa de nuestra narrativa policial, de producción incipiente pero significativa.

En cambio, la década del 30 será fecunda en cuanto se refiere a la configuración de un público consumidor de literatura detectivesca y de novelones de acción e intriga. El Magazine Sexton Blake, una publicación quincenal inspirada en los pulps yanquis e impulsada a partir de 1929 por la popular Editorial Tor, ponía al alcance del público un conjunto de títulos (Crimen en Borneo, La Liga del Fénix Rojo, El siniestro laboratorio, etc.) en el que se mezclaban la pura novela de aventuras y la intriga policial con la idea de los héroes superdotados (herederos de Rocambole y Fantomas) y no pocos ramalazos de pseudocientificismo finisecular. Dentro de esa línea de batalla, la misma Editorial Tor dio vida hacia 1931 a su célebre Colección Misterio, cuya Serie Wallace posibilitó el conocimiento de autores más ortodoxamente policiales, como Anthony Berkeley, Henry Wade, John Dickson Carr, Rufus King. J. S. Fletcher o Windham Martin.

Las novelas del veterano y talentoso Edgar Wallace tuvieron por entonces un éxito notable en nuestro medio. Los cuatro hombres justos, El círculo rojo, El vagabundo aristocrático, junto con el popularísimo personaje de Mister Reeder, fueron vastamente difundidos en esos años 30 por la mencionada Colección Misterio. La fórmula de las novelas de Wallace era sencilla y establecía una evidente diferencia con las recetas más "sofisticadas" de S. S. Van Dine. Wallace proponía: "Delito, sangre y tres asesinatos por capítulo. El tiempo es así de enloquecido..."

Hacia fines de la década del 30 se incorporan dos características colecciones regentadas por la Editorial Molino: Hombres Audaces, cuyas series El Vengador Jim Wallace y La Sombra prolongan los moldes de los pulps norteamericanos (acción más suspenso), y Biblioteca Oro, en la cual aparecen semanalmente novelas y relatos de Earl D. Biggers, S. S. Van Dine, Agatha Christie, Edgar Wallace, Erie Stanley Gardner, etc., características ya de la clásica novela-problema de origen anglonorteamericano.

La producción argentina es todavía parcial, fragmentaria y aislada. Carece, fundamentalmente, de la típica fecundidad y "masividad" que caracteriza al género y que en cierta medida asegura su supervivencia. Así, se pueden detectar a lo largo de los años 30 unos pocos títulos significativos: “Las maravillosas deducciones del detective Gamboa", un cuento de Enrique Anderson Imbert (La Nación, 29/IX/1930); una novela casi mitológica, El enigma de la calle Arcos (1932), de Sauli Lostal (seguro seudónimo), que dio pie a algunas célebres ironías de Borges; El crimen de la noche de bodas (1933), intriga folletinesca de Jacinto Amenábar (seudónimo del periodista Alberto Cordone, según J. J. Bajarlía); los cuentos policiales de Leonardo Castellani, que luego recogería en libro; algunos relatos como "El misterio de los tres suicidas" y "El detective magnífico", incluidos por Víctor J. Guillot en su libro Terror (1937), y muy poco más a la luz de los materiales verificables y significativos.

 

el auge de la novela/problema

Durante la década del 40 y gran parte de los años 50 se produce un notorio cambio: a la vez que se conforman las más prestigiosas colecciones detectivescas, se publica en Buenos Aires una apreciable cantidad de relatos policiales debidos a cultores locales del género.

La vieja Colección Misterio proseguirá surtiendo a los quioscos bajo la nueva denominación de Serie Amarilla, con reediciones de autores veteranos como Fletcher, Leblanc, Rohmer, Leroux, Wallace, etc., pero ya no marcará —con su nostalgia, sus versiones mutiladas y sus tapas ramplonas— el tono y la dirección de lo que interesa a niveles relativamente masivos. El desarrollo del género, el descubrimiento de autores menos ingenuos, su "aceptación" social como "entretenimiento tolerable" y la consiguiente diversificación del público (integrado ahora por nuevos sectores de la clase media) transfiere el eje a la atrayente colección El Séptimo Círculo, de Emecé Editores, dirigida por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares.

Si a lo largo del 30 la Colección Misterio se mueve todavía en esa zona marginal y generalmente subestimada de los añejos folletones de acción, y apela a un público de adolescentes o de lectores sin tradición literaria "seria”, El Séptimo Círculo —que ya se diferencia por esta sola denominación, de origen obviamente culto— rastreará las novedades de las editoriales londinenses y neoyorkinas más conspicuas y las recomendaciones del Times Literary Supplement y se moverá dentro de las pautas de la novela-problema, de lo detectivesco considerado como remate de una ingeniosa —inclusive sutilísima— literatura de evasión.

Si los autores de Misterio son, en muchos casos, auténticos "negros" de la producción masiva, casi indiscernibles en su anónimo trajinar literario, los animadores de El Séptimo Círculo pondrán especial énfasis en señalar que Nicholas Blake es el seudónimo del poeta británico Cecil Day Lewis, que Michel Innes oculta un retazo de la personalidad del especialista en literatura Inglesa J. I. M. Stewart, o que tal "alias" cifra el nombre de algún eminente historiador, astrónomo, profesor de matemáticas o egiptólogo de la Universidad de Oxford. Aún hoy, con sus 280 títulos publicados, la línea de la colección no ha variado sustancialmente. Carlos V. Frías (60, 2 hijos, ex profesor de literatura inglesa en la Facultad de Humanidades de La Plata) nos dice: "El Séptimo Círculo fue creado hacia 1944 por Borges y Bioy Casares, que seleccionaron sus 110 primeros títulos; en 1955 yo asumo la dirección tratando de seguir, por supuesto, el criterio de los maestros. Así, aunque he incorporado a narradores como Ross Mac Donald, la tendencia predominante es la de la novela inglesa clásica. En cuanto a las tiradas se mantienen parejas, si bien en paulatino ascenso: se ha pasado de los iniciales 4.000 a los 18.000 ejemplares promedio por título".

Con posterioridad a El Séptimo Círculo aparecen las Selecciones Biblioteca Oro, de Molino, que reeditan fundamentalmente a los clásicos de la novela de enigma, y dos colecciones de la Editorial Hachette, ambas con significativa repercusión: Evasión y la Serie Naranja. La primera, que se inicia en 1951 con Un misterio de diez días de Ellery Queen, actualiza en líneas generales el plantel de autores de la novela-problema y de la novela de suspenso, al editar profusamente a escritores como el citado Ellery Oueen, generosa y excelentemente representado en su catálogo, o como Willlam Irish, Patrick Quentin, Víctor Canning, Margery Allingham, etc. Por su parte, la Serie Naranja agrega a estas líneas la variante de la novela "dura”, al matizar textos de Queen con novelas de Peter Cheyney, David Goodis, Brett Halliday y otros.

Evasión retoma, en lo esencial, el esquema inaugurado por el Séptimo Círculo. Sugestivamente se hablará en sus solapas de la novela policial como "evasión consumada con toda elegancia y sin desmedro para la inteligencia", aunque —como una concesión a las presiones de la crítica moralizadora— se creerá en la obligación de incluir una página dedicada a lo que el lector "tiene derecho a saber" en el momento de adquirir un volumen de Evasión, y que le informa simultáneamente sobre el género de la novela (dentro de las categorías: deducción, suspenso, espionaje, humor y acción) y sobre quienes pueden leerla sin prevenciones (acotando tres zonas "morales": hombres solamente, personas mayores, todo el mundo).

En una línea similar a la de Serie Naranja —y sin olvidar los muchos títulos policiales incluidos por la Editorial Poseidón en su colección Pandora— podemos ubicar hacia fines de la década del 40 y por varios años los libros del Club del Misterio, que a fines de 1960 llegaron al medio centenar con ¿Usted mató a Mona Leeds?, de John Roeburt, y que habían sido precedidos durante un breve lapso por los de Mesa Redonda del Club del Misterio, donde figura un autor argentino: Ramón Tristany. Pero indudablemente las colecciones que brindan mayor cabida a la línea "dura" son Rastros y Pistas, dos típicas colecciones de quiosco que Acme Agency inicia por aquel entonces con traducciones de Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Peter Cheyney y David Goodis, entre otros, alternados con autores de las líneas policiales más clásicas.

A partir de las postrimerías de los años 40 las colecciones de quiosco cultivarán, con sistematicidad cada vez mayor, un tipo de selección heterodoxa, que mezcla invariablemente a los autores eminentemente "duros", o hard-boiled, con los cultores tradicionales de la novela-problema y la novela-suspenso. Así ocurre, por ejemplo, con Pistas y con Selecciones Escarlatas (que se publican desde 1953 por convenio con Manhunt) o con Tipperary y con Tercer Grado, en las que los porcentajes se vuelcan, de todos modos, hacia las características fórmulas "duras" o "negras".

Un indicio elocuente del creciente interés por la literatura policial lo ofrece un magazine como Leoplán, que si en sus primeros años de vida (fue fundado en 1935) brinda una atención fragmentaria a los relatos detectivescos, hacia 1946 los irá incorporando con creciente asiduidad, hasta concluir —en su última etapa— por nutrirse en forma casi exclusiva con este tipo de literatura. Otro indicio revelador lo constituyen los tres concursos de narrativa policial organizados por la revista Vea y Lea, concursos de los que surgieron autores policiales realmente estimables, como Adolfo Pérez Zelaschi y el Facundo Marull de Una bala para Riquelme. Durante la década del 50 y comienzos del 60, simultáneamente con la organización de estos concursos y en parte apoyándolos, Vea y Lea publica en casi todos sus números un cuento policial, siendo frecuentes los de Alfredo Julio Grassi, Adolfo Pérez Zelaschi, Horacio Martínez, Syria Poletti, Juan Carlos Brusasca y Norberto Firpo, entre otros.

El éxito de las colecciones policiales, y su misma existencia orgánica y relativamente permanente, incentiva a partir de la primera mitad de los años 40 la participación de los escritores argentinos. El Séptimo Círculo incorporará a su catálogo novelas técnicamente decorosas como Los que aman, odian (1945), de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo; El estruendo de las rosas (1948), de Manuel Peyrou; Bajo el signo del odio (1953), de Alexander Rice Guinness (seudónimo de Alejandro Ruiz Guiñazú); La muerte baja en el ascensor (1955), de María Angélica Bosco, y Sanatorio de altura (1963) de Max Duplan (seudónimo del ingeniero Eduardo Morera). La serie Rastros, a su vez, publicará a W. I. Eisen (seudónimo de Isaac Aisenberg), Luis de la Puente, Néstor Morales Lozza, Lisardo Alonso, Rodolfo M. del Villar, Ignacio Covarrubias, etc.; Serie Naranja incluirá a Rodolfo J. Walsh, autor de unas memorables Variaciones en rojo (1953), Lisardo Alonso y Ameltax Mayfer (seudónimo de Abel Mateo), y Pistas hará lo propio con Julio Vacarezza, Velmiro Ayala Gauna, Alfredo Julio Grassi, Luis de la Puente y Alfonso Ferrari Amores, entre otros.

La colaboración de estos autores tendrá en muchos casos características comunes. Prevalecerá, en varios, la idea de la narración como pastiche, como ejercicio de humor con las reglas del juego y las convenciones del género, e inclusive como ocasión para la sátira (así ocurre en Los que aman, odian y en los cuentos que protagoniza don Isidro Parodi). En otros casos, los grandes modelos anglo-norteamericanos resultarán inconfundibles, como sucede con la transparente vinculación —inclusive por razones confesionales— entre Gilbert Keith Chesterton y el Leonardo Castellani de Las muertes del Padre Metri (que en la primera edición llevaba en su título el numeral "nueve"), como se da —por otras razones— entre el creador del Padre Brown y el Peyrou de La espada dormida. En un significativo porcentaje, no se resolverá la espinosa cuestión del ambiente, en un género que convirtió precisamente al ambiente y a ciertos ámbitos en un factor estructurador decisivo; y así proliferarán en la novela argentina (como ocurre con Abel Mateo) los cottages y las clásicas bibliotecas inglesas, o las "callejuelas" y los laberintos menos sofisticados del Bronx y de los barrios bajos de Chicago. Aunque otros, como Walsh, o como el Ignacio Covarrubias de Nadie sale vivo (1952), se ubiquen en el meollo de la realidad porteña (así este último evoca el clima peculiar, intransferible, de la vieja redacción del diario Crítica).

Además, muchos apelarán al recurso o truco del seudónimo; en parte, por conocidas razones de política editorial y, en parte también, para conservar el anonimato en la consumación de un género de literatura no demasiado prestigioso, lastrado por abundantes prejuicios y que se acepta por lo general como forma de subsistencia (aparte de los mecanismos personales, con frecuencia difícilmente explicables, que llevan a la elección de un seudónimo).

De la abundante producción que va de 1940 a 1960 se pueden extraer varios títulos representativos de una "manera" de concebir la literatura policial, de una forma de reelaboración de cierto tipo de producto y de experiencia literaria y cultural a la que ingresamos un poco tangencialmente, dentro de un complejo cuadro de relaciones y dependencias en el cual no siempre nos toca "el lado de la sombra". Títulos que remiten, muy obvia y obstinadamente, a ciertos modelos frente a los cuales no hemos conseguido elaborar —por razones nada oscuras— una fórmula que sea total e indiscutiblemente propia, que no cargue resabios, indicios, secuelas o recidivas de la matriz original.

Hemos mencionado en forma expresa una docena de títulos publicados durante esos años: para el mismo período de 1940-60 cabe recordar otros tantos: Un modelo para la muerte (1946). de B. Suárez Lynch (seudónimo de Borges y Bioy Casares), Un viejo olor a almendras amargas (1948), Mi asesino está en la cárcel (1953), El asesino cuenta el cuento (1955), Reportaje en el Infierno (1956), El detective original (1956) y El bosque y cinco árboles (1960), de Abel Mateo; Rosaura a las diez (1955), de Marco Denevi; La muerte soborna a Pandora (1956), de María Angélica Bosco; El inspector Verano (1958), de Anselmo Leoz; Los casos de don Frutos Gómez (1955) y Don Frutos Gómez, el comisario (1960), de Velmiro Ayala Gauna; El enigma del fantasma en coche (1958) y El crimen de Ducadelia (1959) de Leonardo Castellani. Tampoco hay que olvidar algunos textos borgeanos, como "El jardín de senderos que se bifurcan" o "La muerte y la brújula", cuentos policiales incorporados luego a las memorables Ficciones (1944). Los relatos de Borges —sobre todo, aunque no sólo ellos— prueban el notable avance cualitativo logrado por la producción narrativa local y la dirección predominante en que se dio; los numerosos libros editados en esos veinte años y los muchos cuentos dispersos en publicaciones diversas, si bien no llegan a configurar un circuito de producción masiva sin fisuras, certifican un indudable incremento cuantitativo con respecto a los escasos títulos que se pueden consignar en las décadas anteriores.

 

la revancha de los “duros”

El interés por los autores nacionales actualiza la experiencia pionera de Vea y Lea y se traduce en iniciativas como el Premio Mallorca, que en 1960 posibilitó la edición de Los muchachos del lápiz, de Anselmo Leoz, El criminal metafísico, de Víctor Sáiz, y El crimen perfecto, de Julio César Reyes, aparecidos en la Colección Cobalto (N° 49 y 50) y Nueva Linterna (N° 35), respectivamente. Los animadores de este concurso puntualizaban en junio de 1959: "La literatura policial y de misterio, llamada también fuerte y negra, es el deleite de millones de lectores en el mundo entero. Son muchísimos los escritores que en Inglaterra, en Norteamérica, en Francia, cultivan el género. En nuestro idioma —salvando algunas excepciones de auténtica validez intelectual— no ha aparecido el equivalente de los Mickey Spillane, Bill S. Ballinger, Georges Simenon, James Hadley Chase..."

Alrededor de esa misma fecha, una defensa frontal de la novela "dura" es asumida por algunos colaboradores inmediatos de la revista Contorno: en particular por Juan José Sebreli, fervoroso exégeta del autor de Cosecha roja Dashiell Hammett o la ambigüedad, en El Litoral, Santa Fe, 8 de marzo de 1959: "Dashiell Hammett, novelista de una sociedad de competencia" en Ficción, N° 50. Buenos Aires, setiembre de 1966), a quien confiesa haber leído gracias a los elogios que le prodigaran Gide y Malraux. Otros contornistas tampoco desdeñaron el género: David Viñas, que apelando al seudónimo de Pedro Pago escribe por los años de Cayó sobre su rostro (1955) una novela policial en la colección dirigida por Fentanes: o Carlos Correas, admirador apasionado de Jean Genet y Raymond Chandler.

Correlativamente entonces, hacia fines de la década del 50 y comienzos de la siguiente, arraigan en forma definitiva a orillas del Plata las propuestas de la novela “dura”, en particular la vertiente "negra" de sexo y sadismo cultivada por autores como Mickey Spillane, Peter Cheyney y el británico James Hadley Chase. Colecciones como Cobalto, Pandora, Deborah, Punto Negro, Linterna y otras similares se alimentan con traducciones y con materiales redactados —tras la pantalla de exóticos seudónimos— por especialistas argentinos. Así, los textos nacionales, que se inscriben en esta nueva vertiente, siguen adaptándose, en general, a los grandes modelos de procedencia norteamericana. Los ambientes, de manera casi regular, son yanquis, en tanto que los detectives, por lo común inescrupulosos y atiborrados de whisky, suelen nacer de una amalgama de Lemmy Caution, Mike Hammer y Sam Spade, con algún toque ocasional de Philip Marlowe.

Estos datos son confirmados por Eduardo Goligorsky (44, casado, periodista y escritor), veterano y hábil autor de novelas "duras" que, hacia fines de los años 50, alimentó con una treintena de títulos las populares colecciones regenteadas por Malinca, Acme Agency y otros pioneros del estilo hard-boiled en la Argentina. Goligorsky —que se inició en 1952 como traductor de historietas del King Features Syndicate (Flash Gordon, Ben Bolt, Jim de la Jungla, Bick Bradford, etc.) y pasó más tarde a traducir para la colección Rastros— apunta que gran parte del éxito de los thrillers que publicaba bajo los seudónimos de Ralph Fletcher, Roy Wilson, Mark Pritchart, Dave Target, Ralph Nichols, Mitch Collins, Burt Floyd, Dave Merritt, Lee Harriman y James Allstair (títulos como La morgue está de fiesta, Tarde o temprano la muerte, Te vengaré, mi amor y Lloro a mis muertos) residía en el equilibrio de elementos como el clima y las alusiones al sexo, sin excluir desde luego la calidad de lo narrado.

"En la época de oro de las grandes colecciones 'duras' argentinas —informa Goligorsky— los tirajes oscilaban entre los 10 y los 20 mil ejemplares. En 1960 se pagaba aproximadamente ocho mil pesos por novela, y un autor con oficio y con un razonable manejo de las claves del género podía satisfacer en una semana de trabajo las 128 páginas exigidas por una novela tipo, convenientemente aderezada con las salsas y los condimentos requeridos por el consumidor."

Al cotejar las reticencias de ciertos lectores presuntamente cultos frente a aquella abigarrada literatura de quiosco con el éxito actual de algunas colecciones "negras", Goligorsky admite el desarrollo de una auténtica pérdida de prejuicio con respecto a la narrativa policial, y en particular con respecto a la menos prestigiosa —o más fustigada— vertiente de "sexo y violencia". El autor de Lloro a mis muertos recuerda los escrúpulos y reticencias de la Sociedad Argentina de Escritores frente a un juicio por obscenidad promovido a raíz de cierta traducción de Mickey Spillane, y acota que quizá escandalizara más a tan venerable institución el carácter "marginal” y "consumístico" de esa literatura que la evidente cuota de sexo y violencia del texto impugnado.

"Tengo muy presente también que, cuando en Cobalto apareció La carne de la orquídea de Hadley Chase, se inició un proceso contra el editor y contra mí, en tanto traductor. Entonces nadie abrió la boca. Sin embargo, hoy el público parece haber superado ciertas barreras de lectura, o revertido algunos criterios de gusto. Por eso tal vez, inclusive un sello como El Séptimo Círculo abandona la línea clásica de la novela-problema y de ciertos textos intelectuales y sofisticados, como los de Michael Innes o Eden Phillpotts, para consagrarse a la difusión de Hadley Chase, el mismo que provocó la airada reacción de George Orwell y, entre nosotros, la de más de un tonto moralista."

"La última época de la colección Cobalto fue comparativamente un fracaso —prosigue Goligorsky— porque se intentó un cambio de línea al pasar a un tipo de novela de angustia y suspenso con gancho policial, al estilo de las colecciones francesas ‘negras’. Aunque en otros casos, por lógicas razones de adecuación a las leyes del mercado, estos cambios resulten aconsejables. Periódicamente, como si respondiese a una especie de necesidad cíclica, se produce la resurrección de algunos grandes autores no superados como Hadley Chase, Charles Williams, Spillane, Brewer o Goodis. En Estados Unidos es muy significativo el actual auge de personajes como El Destructor y El Verdugo, que pertenecen a la vieja estirpe de los héroes superdotados, al estilo Doc Savage y La Sombra, que descollaron en los pulps de fines de la década del 30 y que hoy vuelven a tener éxito."

A la luz de estos datos, ¿cómo juzgar ahora las consideraciones hechas en aquel momento por el profesor Donald Yates? Es claro que, cuanto menos, resultan parciales. Aunque admirador irreductible de ese "grupo de figuras literarias altamente prestigiosas" (Castellani, Borges, Bioy Casares, Anderson Imbert y Manuel Peyrou, "autor de la genial novela El estruendo de las rosas"), Yates señala sin embargo la existencia de un segundo período, que abarca aproximadamente los cinco años posteriores a la publicación de la citada novela de Peyrou y cuyos escritores reciben "la influencia de autores norteamericanos", a diferencia de los anteriores, que siguieron de cerca "modelos ingleses".

Pero ya en este segundo momento los narradores policiales se han mercantilizado, según lo advierte con cierto fastidio el crítico norteamericano, y más tarde lo corroboraría Fermín Févre con estas palabras: "de una etapa artística, diríamos, se pasa a un período comercial". Luego no hay casi de qué hablar, concluirá Yates. Y aquí se equivoca del todo: sus prejuicios elitistas le vedan entonces observar el fenómeno que se ha gestado bajo sus propios ojos. En otro de sus trabajos, Yates sin embargo apunta que la novela policial argentina tal vez se estuviese "poniendo al día”, ampliando "los límites del género", o bien que se "humanizaba”. En verdad, las perplejidades o vacilaciones del crítico podrían explicarse porque el "cambio de guardia" que tenía lugar entonces no mostraba aún todas sus aristas.

La producción de autores nacionales que puede vincularse con las corrientes más tradicionales del género quizá no sea entonces muy abundante, aunque cabe citar aquí varios de los cuentos y novelas publicados en los años 60 por Adolfo Pérez Zelaschi y Manuel Peyrou, o las Historias en rojo de Syria Poletti, cuya primera edición es de 1969. Inclusive es posible mencionar en tal sentido las reediciones de los cuentos policiales de H. Bustos Domecq (1964) y B. Suárez Lynch (1970). Y hasta podrían ofrecer una variante al respecto los relatos escritos por dos funcionarios policiales: el libro Sangre bajo la lupa (1972), de Evaristo M. Urricelqui, y la serie de cuentos de Eugenio Juan Zappietro aparecidos en La Prensa entre 1970 y 1973.

Con el solo antecedente de la antología de Walsh (1953), habría que consignar en estos años las selecciones de Yates (1964), Bajarlía (1964) y Févre (1974). Sobre todo esta última resulta particularmente significativa en cuanto incorpora el menospreciado género al circuito de la enseñanza secundaria, pues esos Cuentos policiales argentinos integran la colección Grandes Obras de la Literatura Universal, de Editorial Kapelusz. Asimismo es interesante conjeturar qué sucede en el mercado consumidor a partir de algunos indicadores editoriales: desde 1962 Los Libros del Mirasol (Fabril) incorporan a Raymond Chandler, Dashiell Hammett y Ross MacDonald: en 1964 El Séptimo Círculo edita sus primeros James Hadley Chase (hoy hay catorce títulos de este autor en esa colección) y Ross MacDonald (que luego pasará a Grandes Novelistas, también de Emecé y donde figuran otros autores policiales. como Lawrence Sanders), en 1967 Alianza Editorial de Madrid publica en su difundida y prestigiosa colección de bolsillo la Historia de la novela policíaca de Fereydoun Hoveyda y Cosecha roja de Hammett, con un prólogo del poeta Luis Cernuda; al año siguiente, en Letras Mayúsculas, colección que dirigía David Viñas para Paidós, aparece La novela policial de Bolleau-Narcejac, en 1969 la Editorial Tiempo Contemporáneo lanza los tres primeros títulos de su Serie Negra, dirigida por Ricardo Piglia (Cuentos policiales, una selección de "duros” con prólogo de Robert Loud; A todo riesgo, de José Giovanni; ¿Acaso no matan a los caballos?, de Horace McCoy); en 1970 aparecen cinco títulos más en esa Serie Negra y en Tusquets, La novela criminal, con textos de Gramsci, Eisenstein, Chesterton y otros; luego Alfa Argentina inicia dos colecciones de amplio criterio selectivo: Asesinos, Espías & Co, que comienza con un título de Ellery Queen, y Los Extraordinarios, donde pronto saldrá una cuarta obra de Ross MacDonald; contemporáneamente, varias editoriales españolas (Península, Tusquets, Barral) aúnan sus esfuerzos en Ediciones de Bolsillo, una colección cuya Serie Negra ya sobrepasa los cuarenta títulos e incluye tanto clásicos —Poe, Balzac, Leroux— como maestros actuales, en particular Raymond Chandler, que en Buenos Aires coeditará exitosamente Corregidor;  en 1973 Granica publica los cuatro títulos de Los Libros de la calle Morgue, colección que al año siguiente por "razones técnicas" pasa a llamarse Circe y que explota una veta con neto predominio de "duros” como David Goodis, Charles Williams, Gil Brewer o John D. McDonald, mientras que reserva los títulos que incursionan más acentuadamente en el contexto sociopolítico para la colección Ultimátum, abierta con Asesinato de un presidente norteamericano, de Donald Freed y Mark Lane (estas colecciones de Granica son timoneadas por Eduardo Goligorsky); en 1974, Corregidor inicia la Serie Escarlata con un texto de David Goodis; finalmente, Ediciones Orión acaba de adquirir los derechos del Ellery Queen's Mystery Magazine.

Esta rápida reseña —que dista de ser exhaustiva— permite comprobar, por un lado, la elaboración y la traducción española de exégesis e historias del género policial (cabría agregar al respecto el artículo de Todorov en el número 14 de Fausto, el de Rest en el 15 del fascículo de Jorge Rivera para Capítulo Universal, los dos números dedicados de la revista rosarina El lagrimal trifulca, etc.) y, por otro, la subsistencia e incremento de las colecciones detectivescas "serias" o "bien vestidas”.

Es posible que todo este proceso de difusión relativamente dilatado haya contribuido en forma paulatina a limar los prejuicios y las resistencias de amplios sectores de la clase media, que si antes admitía con muchas reservas la existencia misma de los truculentos folletones de Misterio, ahora accede sin problematizarse, e inclusive con entusiasmo, a los volúmenes de las colecciones policiales prestigiosas (primero El Séptimo Círculo o Evasión, luego las Series Negras), aunque en el fondo siga considerándolos, de manera muy ambivalente, como plausible literatura de distensión y pasatiempo, de literatura "que no se guarda", según la atinada observación de Jaime Rest, o que a lo sumo se mantiene segregada en el rincón de los trastos viejos.

Cabe remarcarlo: en las colecciones más o menos prestigiosas es fácil comprobar actualmente el notorio predominio de escritores "duros", que en algunos casos suele alcanzar la totalidad de los títulos. Particularmente relevante es el papel que jugó —pese a sus escasos dieciocho volúmenes— la Serie Negra "diestramente piloteada" por Piglia, tanto por la difusión de algunos buenos textos inéditos en el idioma (los de Horace McCoy y José Giovanni, por ejemplo) como por el predicamento de su director entre las nuevas camadas intelectuales del país (inclusive como narrador Piglia ha incursionado también en el género, según lo permite apreciar "Agua florida").

Estas labores directivas de Piglia se vinculan con un vasto trabajo de reivindicación del género, en particular de determinadas vertientes del género, que estamos intentando acotar. Porque si en los años 40 la crítica liberal e impugnadora de George Orwell y Dwight MacDonald —serios objetores de las literaturas "marginales" y en especial de sus variantes de "sexo y violencia"— era apenas contrarrestada, en ciertos sectores del público rioplatense, por las exégesis de Borges, un auténtico y complejo exhumador de literaturas "menores" o "segundas" (como lo demostró tempranamente con las fuentes de su Historia universal de la infamia y posteriormente con muchos de sus rescates ensayísticos), desde fines de la década del 60 puede afirmarse que la "contracrítica" —aún sin una rigurosa y necesaria profundización teórica— parece haber ganado la batalla a través de diarios y revistas (recuérdense las notas de Osvaldo Sorlano en La Opinión, de Marcelo Pichon-Riviére en Panorama, o los comentarios publicados en Siete Días, Noticias, el Cronista Comercial, etc.), de ciertas experiencias de análisis e investigación, de tendencias o corrientes que delimitan grupos intelectuales, entre muchos otros elementos.

 

La propia producción literaria local en el género o sus aledaños vuelve a erigirse en el más importante de todos ellos en fecha reciente. Al respecto se pueden señalar no menos de cuatro variantes:

1) Entre el 27 de mayo y el 29 de julio de 1957 se publica en la revista Mayoría una serie de notas firmadas por Rodolfo J. Walsh, que serán recogidas ese mismo año en el libro Operación masacre; desde el 16 de mayo hasta el 27 de junio de 1968 aparece otra serie en el periódico CGT, y la Editorial Tiempo Contemporáneo la publica al año siguiente en forma de libro bajo el título ¿Quién mató a Rosendo? Principio y fin (por ahora) de un trabajo excepcional. Walsh, experto cultor de la narrativa policial y gran periodista, utiliza algunas técnicas de ambos géneros para la denuncia política y el relevamiento testimonial de hechos delictivos que comprometen a los dueños del poder y de la ley.

2) La persistencia en una práctica antes apuntada: autores locales que se "disfrazan" de escritores extranjeros; para no abundar, sólo mencionaremos los cinco títulos de la Colección Caín de Editorial Finisterre: Crimen en Dinamarca, de Knut Welhaven; Círculo mortal, de Lester Millard; Déjame morir en paz, de François Lombardi; Trampa para ratones, de David Grenell; Como un perro rabioso, de Chester Powell; en realidad se trata de cinco novelas escritas entre 1973 y 1974 por Carlos Trillo, Guillermo Sacomano y Carlos Marcucci (43, 4 hijos y 1 nieto, director de Mengano), quien nos informa que solían "hacerlas individualmente o entre los tres, escribiendo un capítulo cada uno en forma sucesiva hasta el término de páginas prefijado; esta experiencia constituyó un buen ejercicio, con el que nos divertimos mucho, aparte de vender ocho mil ejemplares de cada título". (Como se ve, una versión casera, menos presuntuosa de El almirante flotante.)

3) En 1973 aparece The Buenos Aires affair, "novela policial" de Manuel Puig, que intenciona con ese subtítulo otra forma de su notorio rescate de ciertos géneros populares (cine, folletín, etc.), forma no siempre desatendida: "Un roman policier kitsch... et argentin", informa con gran despliegue Editions du Seuil al lanzar su reciente traducción francesa. Ese mismo año Juan Carlos Martelli gana el Premio Internacional de Novela América Latina, creado por la Editorial Sudamericana y el diario La Opinión, con Los tigres de la memoria, un relato con inocultable sesgo policial. Por su parte, Osvaldo Soriano publica en Corregidor Triste, solitario y final, novela cuyo protagonista es nada menos que Philip Marlowe.

4) 1973: El agua en los pulmones (Goyanarte), de Juan Carlos Martini; El Jefe de seguridad (Cástor y Póllux), de Julio César Gaitero; 1974: Un revólver para Mack (Corregidor), de Pablo Urbanyi; Los asesinos las prefieren rubias (La Línea), de Juan Carlos Martini; 1975: Ni un dólar partido por la mitad (De la Flor), de Sergio Sinay; Noches sin luna ni soles (Siglo XXI), de Rubén Tizziani; Su turno para morir (que anuncia Corregidor), de Dionisio Iseka: novelas de una promoción de escritores que oscilan entre los 25 y los 40 años de edad y cuya filiación indudable es la corriente “dura" del género.

A estos datos cabría agregar la realización del Primer Certamen Latinoamericano de Cuentos Policiales Siete Días 1975, promovido por ese difundido semanario; y los inicios de la revista Sentencia, piloteada por Daniel Pliner y Sergio Sinay.

Este afianzamiento en la producción —tanto crítica como narrativa— local de la tendencia policial "dura" habrá de impulsar un análisis que recién ha comenzado. Por nuestra parte aventuraremos algunas causas posibles de ese auge, aunque los planos se mezclen y las motivaciones y centros de interés puedan referirse a cosas distintas e inclusive contradictorias: nostalgia; esnobismo; sensibilidad camp; incentivación de tipo promocional; presión de otros "medios" (muy particularmente el cine y la TV); reconocimiento de los valores literarios de determinados textos; crisis del género que, ineludiblemente, remite a la frecuentación o redescubrimiento de sus maestros y grandes cultores; periodicidad de los ciclos de consumo; percepción de la narrativa "dura" como síntoma de la descomposición capitalista; creciente intensificación de la violencia como signo visible en el contexto sociopolítico del país. etc.

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