la lenta agonía del semental criollo | Revista Crisis
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la lenta agonía del semental criollo
Detrás del aumento en los precios de la carne existe un mundo en el que la consigna es matar y el desafío sobrevivir. En los frigoríficos, los obreros degüellan cinco millones menos de cabezas de ganado por año, desde que el capital financiero impuso la agricultura transgénica. Cuatro protagonistas de este mercado particularmente sangriento y desigual enseñan cómo moverse entre regulaciones estatales ineficaces y la esperanza de un resurgimiento.
Fotografía: Alejandra Urresti
17 de Enero de 2013
crisis #9

 

A lberto Samid lo acaba de volver a hacer. Dice que es inocente. Igual que cuando burló un embargo de las Naciones Unidas a Irak y le vendió a Saddam Hussein 140 toneladas de carne en los años noventa en una jugada precisa y millonaria. Un verdadero sucutrule sobre la cabeza de Carlos Saúl Menem, a quien asesoraba por esos días de manera personal y ad honorem. Menem, peronista y con sangre siria como él, pero hincha de River; el mismo presidente que, ofendido por el boicot a sus alianzas internacionales, lo echó de su círculo de confianza. Y le devolvió la burla con una broma más pesada: una causa por evasión de 88 millones de dólares de la cual se salvó raspando (la Justicia encontró culpables al padre y al hermano de Alberto, que ya estaban muertos). 

Samid lo dice como se dicen tantas cosas estos días: por Twitter. “Desde que abrí en el Barrio Libertad (Cañuelas) y desde que les dije que podían cerrar todos que yo no iba a subir los precios, que me persiguen”, jura Samid, que en la red social se hace llamar el Rey de la Carne. “Roban camión con 87 medias reses en la Ruta Nacional 3, las pasan a otro camión y me plantan el camión vacío en la puerta de La Lonja. Allanamiento express”, continúa Alberto. “¿Qué encontraron? Nada, por supuesto. Pero la idea era ensuciarme”, se queja el empresario matancero y enseguida aconseja a sus seguidores confirmar la información en una sede judicial. “Pregunten en la Unidad Fiscal 11, del doctor Garganta por Frigomonte, Feed Lots, Los Potrerillos y La Florida. Después el cuatrero es el turco...”, se victimiza Samid, que guarda para el final de su metralleta el dato más valioso, su venganza: “Cinco detenidos de esos frigoríficos y el capo prófugo. El único nombre manchado: el mío, porque me plantaron el camión vacío en la puerta”.

Samid maneja el humor veloz. Combina la ocurrencia de Héctor Veira, con la picaresca de Ramón Díaz y el tono bodegón de Alfio Basile. Una fórmula exitosa. En Twitter ya le generó más de dos mil seguidores. Unos lo idolatran, como #LaSamid, y otros ofician de reidores profesionales. “Me tratan como una estrella de rock. Y yo soy tanguero muchachos...”, les aclara. Pero también están los que le dicen cuatrero, mafioso y evasor. 
Samid, ese empresario con frigoríficos, con campos, con una cantidad de cabezas de ganado que es difícil que precise, con camiones jaula para el traslado de los animales, con una cadena de 81 carnicerías (La Lonja). Dice que tiene 50 años más 14. Y es capaz de, en sólo diez minutos, explicar todo lo que pasó en los últimos años. Su relato tiene tres protagonistas estelares: los chinos, los brasileros y los millonarios.

—Los chinos mataron las vacas para sembrar soja. Porque las vacas no valían nada. Y porque necesitaban alimentar a sus chanchos para que los chinos no se murieran de hambre. Así perdimos diez millones de vacas. Los brasileros nos compraban carne. Pero ¿qué pasó? Se avivaron y empezaron a criarlas. Además el gobierno de su país los apoyó para comprar los siete frigoríficos más grandes de la Argentina. Pero los tipos se encontraron con nuestra crisis en el mercado de la carne y además pretendían manejar el negocio a cuatro mil kilómetros de distancia. Y en este negocio si no estás al pie del camión te afanan. Si te descuidás te afanan todo. De esos siete frigoríficos, cerraron seis. Por último, tenés que tener en cuenta que el campo hoy es el refugio de la guita de tipos que no tienen nada que ver con el campo. Contratan un ingeniero agrónomo que les dice que hay que hacer soja. Y ellos hacen soja y de paso ganan status porque tienen campo. ¿Me entendés lo que te digo? No sé si soy claro. Igual ahora estamos mejor: en un año aumentamos 15% el stock ganadero.

Samid escribió tres libros: la historia del Mercado de Hacienda de Liniers, la de La Matanza y la de la carne. Dice que su abuelo empezó en el negocio en 1924. Que su hijo es la cuarta generación de la familia en el sector. Que vende la mejor carne del país, al mejor precio (no como los “súper remarcados”). Que no tiene intermediarios: cría, mata, faena y vende. Que vive en Ramos Mejía. Que es el único argentino que hizo tablas con Karpov y Kasparov. Que este gobierno de Cristina es maravilloso. Que mañana, domingo, va al programa de televisión que conduce Luis Majul, el periodista al que hace poco en ese mismo escenario le confesó: “Me extraña que seas tan pelotudo”. 

 

Los vascos 

Raúl Oscar Ruiz Huidobro escuchó también sobre el robo del camión con 87 medias reses y sobre las versiones que apuntaban a Samid como culpable. Todo pasó muy cerca. Huidobro, ancho, bigotón, tucumano de nacimiento, un viejo militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores que lleva décadas en la vida sindical del gremio de la carne, padre de seis hijos, dueño de un tumor que no divulga con el que pelea hace cinco años, víctima de un ACV reciente pero enérgico de todos modos; el Vasco, ex segunda línea de un pack de forwards del Jardín de la República, está sentado en una oficina de Frigocarne, una planta recuperada en Máximo Paz, un pequeño pueblo en el Partido de Cañuelas.

—Unos años atrás -cuenta el Vasco- Samid se dio una vuelta por aquí. Y se paró enfrente. Estaba acompañado y dejó que su acompañante hablara por él. Fue una invitación, con modales brutos. Una propuesta de pocos amigos. Un apriete repelido con una advertencia igual de brava. Una clásica escena del mundo de la carne. Tan western.

Además de encabezar la recuperación del frigorífico con viejos camaradas y con trabajadores de la zona (después del tercer intento del anterior dueño de conducir a la empresa a una quiebra fraudulenta en 2004), Huidobro preside la Federación de Cooperativas Autogestionadas de la Carne y Afines (Fecacya): 14 frigoríficos cooperativos, 14 empresas recuperadas, 14 experiencias mal vistas por los que mandan. El famoso grano en el trasero.
Frigocarne no tiene patrones. Empezó casi de cero. Y da los pasos despacio. Con grandes dificultades. En un contexto frágil. “Nosotros para arrancar tuvimos que bajarnos los pantalones”, admite uno de los 151 obreros; y actualiza: “Ahora tratamos de poner nuestras condiciones. Pero cuesta, cuesta”. Unos pocos datos sirven para explicar la pendiente que atravesaron: 18 inspecciones en sus primeros meses de vida, inspectores que le reclamaron a la cooperativa lo que nunca antes le habían exigido al empresario de la quiebra fácil, multas de colores, cuatro clausuras. Y la tarea dificultosa de conseguir en un mercado de acuerdos aceitosos una decena de matarifes abastecedores. El eslabón que corre menos riesgos en la cadena, el que no tiene empleados, el que suele usar la fachada del frigorífico para llevarle animales y, una vez convertidos en reses, colocarlos en sus carnicerías amigas. Un capitalista con todo atado: no se ensucia, maneja una camioneta, el tipo cuyo truco es tender una red y hacer trabajar a la industria por encargo, para llevarse una tajada (tal vez la más grande) a veces de hasta un 25%, un movimiento notable que la mayoría de las veces elude el tributo.

El puntapié lo dieron los obreros. Tomaron la planta. Salieron a la calle. No se dejaron vencer por la incertidumbre y la derrota parcial. La autorización corrió por cuenta de Felisa Miceli. Y llegó en plena debacle de la actividad, en un país con más soja y menos vacas, con la industria en sostenido descenso. Un deslizamiento que tuvo su pico entre 2009 y 2011 cuando se calcula que cerraron 120 fábricas y entre ocho y doce mil obreros de la carne perdieron su empleo. Cuando la faena bajó de 16 millones de cabezas a 11. Cuando los argentinos pasaron de comer, en promedio, 71 kilos de carne por año a masticar apenas 54. Mientras, seguía la notable expansión de la agricultura transgénica de exportación, el boom financiero rural, la apuesta a último momento a los corrales de engorde (un arrebato desesperado que acabó en decenas de actos de corrupción encadenados que Matías Longoni relató en el libro Fuera de Control). Un engorde que genera un tipo de carne distinta, menos sabrosa, con más aditivos; un tipo de producción poco saludable que multiplica las moscas, los roedores y, por cierto, las pestes). Y surgía la publicidad oficial acerca de las virtudes de las costillitas de cerdo, el apoyo gubernamental a la expansión de los pollos hormonales (que rinden poco, que pasados por el horno o la cacerola pierden el 70% de su peso original, cuya configuración anabólica generó el chiste que dice que quien come pollo verá pronto como le crecen las tetas). El derrumbe, al fin, de una tradición, de un simbolismo preciado, del estómago de la cultura, pero, también, como destaca el Vasco, una pérdida clave para la dieta de la clase obrera porque en esas casas se sabe de memoria que un kilo de carne bien llevado rinde en guisos para toda la semana.

Frigocarne, entonces, se mueve como puede. En un sector que se maneja desde una mesa chica, sin denominación y subterránea, pero que ostenta el poder real, donde los empresarios deciden quién cierra y quién abre e intentan un juego donde ninguno de ellos -los pesados- pierda (aunque luego, a menudo, caigan en la tentación, los invada la voracidad y se traicionen entre ellos). 
Frigocarne tiene 151 obreros. Algunos de ellos llegan bien temprano a su trabajo con el pulso tremebundo. Y sólo consiguen estabilizar sus dedos después de tomar una Mariposa en la cantina del pueblo. Otros tienen problemas distintos, pero igual de delicados. Eso es lo que sobra. Es un trabajo declarado insalubre. Cruento. Nada fácil. 

—Es muy duro esto –explica el Vasco. Es violencia permanente. Están en contacto con la muerte. Acá nadie dice “vamos a producir carne”. Acá se dice “vamos a matar”. Y el matar, desde el punto de vista de la psicología del trabajo, es un problema. El compañero entra en un mundo de violencia que puede descargar con el animal o que también puede descargar con la familia. Nosotros hicimos un trabajo años atrás que me costó que me echaran del sindicato. Queríamos demostrar el desgaste obrero en la producción. Algo muy loco. El cuchillo que se usa es grande y en seis meses queda chiquitito. El organismo de los compañeros se desgasta igual. Hay un ritmo muy grande de producción. La única asamblea que perdí acá fue cuando planteé bajar el faenamiento de 120 animales por hora a 80. Yo les decía que a 80 animales por hora el cuerpo se desgastaba menos. Y perdí la asamblea. Porque los compañeros no querían laburar más tiempo. 

Juan Pablo Huidobro es uno de los hijos del Vasco. Tiene 38. Y aprendió mucho en estos años. A saber de un vistazo cuántos kilos rendirá un animal. A saber cuándo está bien degollado, cuándo el cuero salió limpito, y a conocer el rol de cada uno de los eslabones de la fábrica: la gran maquinaria sin máquinas, la cadena humana precisa que prepara sin tregua 120 animales cada sesenta minutos, que deja listos para la venta 2 millones de kilos de carne por mes.

Las vaquitas van de los corrales a un baño con duchas: agua fría, después caliente y otra vez fría. Avanzan, entonces, con menos estrés, con los músculos menos contraídos, hasta el marronazo, un martillo neumático Jarvis, que un tipo alto maneja con certeza a la vez que silba si hace falta, si alguna vaquita no levanta la trompa para el golpe que él necesita darle. Así, con ese desmayo, la vaca, el ternero, el novillito es colgado de una pata. Y don Ramón, unos metros más tarde, le clava su cuchillo y lo desangra para darle muerte y rienda suelta a un paseo rojo, bestial, matemático, exacto. 

“No sabía que iba a llegar acá”, se ríe Juan Pablo, alto, vestido, como todos en la planta, con botas blancas (que a veces son borceguíes), con un traje de pies a cabeza del color de la cal. Juan Pablo es segundo dan de Ninjutsu, un arte marcial japonés, con tácticas y técnicas ancestrales usadas por los ninja. Y lo que son las cosas: también es vegetariano por convicción. “Pero acá 151 familias viven gracias a las vacas, así que le doy para adelante”, se explica.

Enrique Miguel Saavedra, Manteca por aquel 9 de Boca, 43 años, nacido en Florencio Varela, un técnico mecánico que pasó por un número grueso de industrias pesadas, que aprendió casi todo durante su estadía en Consignaciones Rurales (uno de los monstruos de la carne), coordina y supervisa la producción en el frigorífico. Sentado en la oficina más grande del lugar, la que era del dueño antes, la misma que ahora tiene las paredes recubiertas de láminas que recuerdan a los desaparecidos de la última dictadura militar, donde también cuelga una bandera roja y verde del Movimiento Nacional Campesino Indígena, la que ahora tiene una mesa larga de madera y oficia de sala de reuniones, alterna dos muecas: la de la satisfacción y el ceño fruncido; los frutos de la pelea vs los escollos, las frustraciones, los problemas que se multiplican. O la felicidad de saber que el otro día un compañero le puso el piso a la casa, que aquel se hizo una habitación; y el dolor de que, a veces, otros no entiendan que él no es como el que estaba en los tiempos en que había patrón, que si les pide una hora más es porque todos la necesitan, que para pararse en este negocio la cooperativa precisa ser, sobre todo, eficiente.

“El frigorífico es una escuela”, dice. “No es una industria normal, genera mucha riqueza en poco tiempo. Es un mundo donde son capaces de cualquier cosa”, redondea Manteca. 
Un mundo que parece extraño. Donde, sin ir más lejos, Frigocarne, una empresa recuperada que pretendería sólo vender alimento a un precio bajo y cumplir una función social, necesita exportar. Y no lo consigue. No por azar. Sino por esas cosas. Los vericuetos del modelo.

 

 

El hombre de la sierra eléctrica

José Alberto Fantini entró a la Federación Gremial del Personal de la Industria de la Carne y sus Derivados a fines de 2006. Con una sierra eléctrica. Fue un día inolvidable. Por eso, de la pared de su oficina, entre fotos de sus dos religiones (el peronismo y Boca Juniors), cerca de su gran escritorio y de la estantería donde acomoda la colección de cuchillos, hay un cuadro que no enmarca una pintura ni una foto ni un banderín sino un gran pedazo de madera: la madera que la sierra eléctrica cortó del portón de la Federación para que Fantini pudiera debutar como mandamás. 

Fue el final de un proceso largo que había empezado con la destitución de Carlos Etchehún. Fantini no lo niega: Etchehún era  el padrino de su hija.

—Yo tenía muy buena relación con Carlos, incluso es el padrino de mi hija. Pero la relación no tenía nada que ver con lo laboral. Yo estaba en Rosario. Y me empezaron a hablar todos que las cosas no iban bien, que era muy unipersonal en sus actuaciones, que la Federación había perdido la institucionalidad, ni siquiera participaba en la CGT. Y algunos errores que cometió, que yo no quiero hablar. La Comisión Directiva le pidió su renuncia un año antes de que termine su mandato. Ahí asumió otro compañero de Santa Fe y, después, por decisión unánime de los compañeros vine yo como interventor. Y asumí a fines de 2006.

Carlos Ethehún falleció en Mercedes, provincia de Buenos Aires, seis meses después de ser eyectado. Su hijo Silvio, alineado con Luis Barrionuevo, se convirtió en el enemigo número uno de la Federación. Y es, curiosamente, el preferido de los medios de comunicación cuando hay que llamar a alguien representativo del gremio. “Sabe mucho de teoría, pero los trabajadores sabemos más de la práctica. Acá los que están en condiciones de hablar son los que tienen callos en las manos por los cuchillos, los que les duele la espalda de cargar medias reses al hombro, la gente que ha trabajado, que se ha ensangrentado en el frigorífico”, lo critica Fantini, con varios botones de su camisa desabrochados. La última vez de los de Fantini versus los de Etchehún fue en 2010. Etchehún protestaba. La marcha pasó por la vereda de la Federación. Hubo tiros al aire y muchos golpes.

La pelea que acaba de tener Fantini, la que lo enfureció horas atrás, es otra. Fue con el secretario de Comercio Guillermo Moreno. Se reunió con el funcionario después de haber paralizado durante varios días el Mercado de Hacienda de Liniers. Los obreros pedían soluciones urgentes ante la inminencia de una nueva ola de despidos. Moreno dejó que Fantini hablara un rato y luego le dijo lo que Fantini no piensa permitirle nunca más. Lo acusó de comportarse como un empresario. A la salida del encuentro, Fantini, alineado con Hugo Moyano en la CGT, habló con los periodistas y contó algo que, probablemente, Moreno piensa no permitirle otra vez. Fantini dijo que el gobierno había reconocido algunos errores. 

Los despidos que están en juego tienen un doble sabor amargo para el líder de la Federación. Se trata del cierre en Venado Tuerto de un frigorífico de Swift (desde hace unos años conducido por la compañía brasileña JBS). Fantini clase 55, nació en Venado Tuerto, es hijo de padre carnicero, fue criado por su abuela en el campo, e ingresó a los 28 años a Swift, el peso pesado histórico de la exportación cárnica. Allí hacía con el cuchillo los bifes de chorizo.

—De esto no sólo tiene la culpa Guillermo Moreno –aclara Fantini. Esto viene de diez, quince años. Desgraciadamente desde que asumimos, me tocó a mí. Nosotros venimos del tema de la aftosa en la época de Antonio Berhongaray, en 2001. Así empezó la debacle nuestra: la aftosa, la vaca loca, el avance de la soja y la sequía que en 2009 provocó una mortalidad bastante importante. También hay algunas políticas que tuvieron que ver para que lleguemos a esto: por ejemplo, el cierre de exportaciones y que donde había reintegros ahora hay retenciones. Aparte esto es oferta y demanda: faltaron ocho millones de cabezas de ganado y se empezó a notar en todo el país. Y yo te aclaro que siempre he acompañado a este gobierno, a este proyecto, pero en mi trabajo no ha dado resultado. En otros gremios las industrias crecen, algunas a pasos agigantados. Desgraciadamente nos tocó a nosotros.Fantini dice que los empresarios se achuchan. Que levantan la voz en la Federación pero que después, con Moreno delante, nada. Reconoce que Moreno es un tipo inteligente. Pero se queja: “En esto yo creo que no se da en la tecla”. Aunque vea, así y todo, una pequeña luz: “está habiendo más animales, se está criando un poquito más, nosotros recuperamos el valor de la hacienda”. La cuestión más delicada, la que hizo añicos el último encuentro con Moreno, es la exportación.

El caso es bravo. El gobierno tiene sobre la mesa variables que pujan entre sí: la necesidad de que el precio de la carne no se dispare y de que haya producción para el mercado interno, la urgencia de conseguir dólares frescos, la obligación de que no se pierdan fuentes de trabajo. Lo curioso  es que no consigue equilibrar ninguno de los factores. Las llamadas “baratas” no llegan a buena parte de los consumidores con menos recursos, en los últimos tiempos se incrementó la importación de carne de Uruguay, las exportaciones según estadísticas del Ministerio de Agricultura pasaron de 631.030 toneladas en 2004 a 250.893 en 2011 (la sangría en el ingreso de dólares fue gruesa), y se perdieron miles de puestos de trabajo.

Domar el negocio de la carne no es sencillo. La dictadura primero y luego los años noventa dejaron al Estado sin instrumentos eficientes para regularlo. La Junta de la Carne, por ejemplo, es apenas un viejo recuerdo.     
“Recuperar los mercados va a ser como criar los novillos de nuevo”, apunta Fantini. “Nosotros éramos primeros en todo: en calidad, en exportación. Ahora estamos decimoprimeros. El otro día nos pasó Uruguay, Paraguay. Nos pasaron todos. Y estamos con ocho mil tipos menos, ocho mil tipos sin trabajo”, sigue quejándose Fantini, que representa a unos treinta y pico de mil de afiliados. Y tiene una primera fila de 2400 obreros a sólo un paso de volver despedidos a sus casas. Y a otros cinco mil trabajadores en la cuerda floja. El hombre, al fin, que llegó con la sierra eléctrica y que por estos días tiene sobre su cabeza la espada de Damocles. 

 

 

El empresario con un dedo sensible

Miguel Schiariti odia cortarse las uñas. Lo vive como una tortura desde el 6 de marzo de 2008, el día que el empresario Jorge “El Negro” Martínez, dueño de dos frigoríficos, le reclamó a los golpes que no se aviniera a firmar un acuerdo de precios con Guillermo Moreno. Martínez, entre otros objetos, entre otros manotazos, le tiró un mueble metálico y el dedo de Schiariti quedó fracturado: listo para la cirugía. Cuatro años después, a simple vista, el dedo que hizo de imán parece un dedo más. Pero la intervención dejó como secuela una sensibilidad extrema. Y la fobia al alicate.

Hace 17 años que Schiariti, de 64, preside la Cámara de la Industria y el Comercio de la Carne de la República Argentina (CICCRA), que agrupa a los frigoríficos que se concentran en el mercado interno. Su padre fue químico del frigorífico La Negra. Él, compró y vendió hacienda y más tarde ingresó a la política de la mano de Felipe Solá, que cuando asumió como secretario de Agricultura lo llevó de vicepresidente de la Junta de Carnes. Tras el cierre de la Junta, tuvo una empresa que fabricó brochettes y hamburguesas. Hasta que lo buscaron para hacer lo que él llama gremialismo empresario. Desde allí apoyó al kirchnerismo hasta el 2007 cuando empezaron los controles de la Secretaría de Comercio y las últimas elecciones lo encontraron del lado del Peronismo Federal.
Schiariti no sólo le apunta a Moreno. También señala a Fantini.

—Fantini dice que se perdieron ocho mil puestos de trabajo. Pero se perdieron más de 12 mil. El dice ocho mil porque es socio. Él viene de Swift y la industria exportadora ganó muchísima plata en el 2009. Swift ganó plata cuando podía ganar y ahora cierra las plantas. Fantini también sabía que esto iba a terminar así. Y siempre fue muy dócil. Y siempre acordó con Tomada para que le diera subsidios. Pero los subsidios se acaban. Fantini es responsable por omisión. Ahora sale a hablar cuando ya está demasiado apretado. Se acordó tarde.
Schiariti asegura entender a la perfección por qué sus pares liquidaron los vientres en el 2009, un evento que considera crucial para comprender todo lo que pasó después. Primero repasa la planilla actual que explica cómo se distribuyen los animales.

—En la Argentina hay 209 mil establecimientos productores de bovinos. El 56 por ciento maneja menos de cien animales y tiene alrededor del 9 por ciento del total del stock. Otro 40 por ciento tiene entre 101 y 1000 cabezas y cuenta con el 53 por ciento del total de las existencias. Por último, un 4 por ciento de los establecimientos tienen más de mil animales y manejan el 37, 5 por ciento del total de animales. 
Después, Schiariti hace cuentas:

—Un productor de la Cuenca del Salado con 200 hectáreas tiene un millón de dólares de capital y 100 vacas que le dan, con un buen manejo, 70 terneros. Son animales que por esos días de 2009 valían 600 o 700 pesos, lo que le daba 49 mil pesos para vivir todo el año después de pagar impuestos y productos veterinarios. No podía vivir. Eso fue lo que generó la liquidación de stock. 
Schiariti reconoce que ahora para ese productor volvió a ser negocio la cría de ganado. Pero que la recuperación de la industria va a ser mucho más difícil. “Recomponer el stock para recuperar la faena nos va a llevar entre cinco y seis años más”, precisa. 

Pero Schiariti no sólo se queja de Moreno y de Fantini. Schiariti se queja un poco de todos. Porque dice que la carne tiene mala prensa. Que los estudios que divulgan universidades extranjeras y que alertan sobre sus consecuencias en la salud están hechos sobre carnes que tienen muchas más grasas que las argentinas. Y que los consumidores hacen lo suyo: que están más dispuestos a pagar más plata por comidas típicas de otros países (no siempre más saludables).

Schiariti dice que la carne es mucho más que los pesos que mueve y que las divisas que es capaz de generar. Que no son poco: la venta anual de carne salida de fábrica es de 10 mil millones de dólares (8734 millones al mercado interno, 1267 millones de exportación), a lo que hay que sumarle la venta de ganado para faena por 8355 millones dólares y otros 2700 millones por el valor estimado de los subproductos sin procesar. Para Schiariti, más allá de todo eso, la carne, de algún modo, nos define.

A pesar del esfuerzo que necesariamente debe hacer su dedo sensible en el proceso de desguace, Schiariti jura que él come carne siempre. Al mediodía y a la noche. Y que así, tan carnívoro, a pesar de los agoreros, contra todos los pronósticos, se siente espléndido.

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