el negocio de fallar | Revista Crisis
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el negocio de fallar
En la última década, la venta de productos electrónicos marca un nuevo récord cada año. Ya sea porque se rompen fácil o por la renovación de los modelos, también crece la cantidad de aparatos en desuso. Los cadáveres de lo que fue novedad se esconden en casa o van derecho a los rellenos sanitarios. Gozar de las nuevas aplicaciones al ritmo de la contaminación mortal parece ser el único camino.
Fotografía: Fabiana Barreda
04 de Octubre de 2012
crisis #11

Mi abuela me regaló una heladera. El vendedor de la multinacional dijo que lo mejor se anunciaba en las letras cursivas de la puerta: Intelligent Frost Free. Sin saber lo que significaba, la tipografía daba confianza. A veces, a la noche sentía pequeñas explosiones provenientes del aparato. Será el plástico desperezándose, pensaba. Anoté la idea en un cuaderno creyendo que tenía peso poético. A pocos días de vencida la garantía, dejó de enfriar. Usé dos meses el freezer como heladera y la heladera como armario. Cuando empezó el calor me puse en campaña y conseguí el teléfono de José, uno de los últimos especímenes con las manos encalladas por el trabajo. El tipo vino con una cajita de madera con teclas y luces a la que llamaba “estetoscopio artesanal”. Se paró frente a la heladera y vaciló. “Es una Intelligent”, le dije orgulloso. “Cagamos”, dijo José. Guardó el estetoscopio y explicó que el problema era un chip electrónico de la plaqueta, una caja negra que solo la empresa fabricante podía cambiar. No me cobró nada y se fue cabizbajo. El pobre hombre podría transformarse en Albert Brock, el homicida de aparatos electrónicos del cuento El Asesino de Ray Bradbury.

 

dura menos, ganan más

Obsolescencia programada. Conocí el término por Comprar Tirar Comprar, un documental de Cozima Dannoritzer que podría ver en DVD, si el aparato no hubiese dejado de leer copiados a los pocos días. En criollo: los fabricantes acortan intencionalmente la vida útil de los productos para incrementar el consumo. La idea surgió en Ginebra en 1924, cuando las empresas Philips, Osram y General Electric decidieron que las bombitas de luz duren menos para vender más unidades. En 1933, Bernard London propuso, sin éxito, una ley en Estados Unidos para extender el plan a todos los productos y así salir de la depresión económica. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, el diseñador industrial Brooks Stevens reflotó el concepto, lo amplió y lo aplicó: “El antiguo enfoque europeo era crear cosas que duraran para siempre. El enfoque americano es crear un consumidor insatisfecho con lo que disfrutó, que lo venda de segunda mano un poco antes de lo necesario y que lo reemplace por uno nuevo, con otra imagen”. Con ustedes, la obsolescencia percibida: la hija perfecta que nos seduce con diseño y marketing para hacernos sentir que lo que tenemos, por más que funcione, ya no sirve. Ya sea por necesidad o elección, la venta de productos electrónicos en Argentina aumentó el 900% en los últimos diez años.

Pero mi heladera no funciona y no quiero una nueva. Llamo al servicio técnico de la empresa, describo el problema y responden que tengo que cambiar la plaqueta electrónica. ¿Diagnostican por teléfono, sin verla? Sí. El repuesto vale casi lo mismo que comprar otra. No sabría qué hacer con el aparato, así que acepto y pienso en la ingenuidad de Bradbury. En mi versión del cuento, masacraría fabricantes y no productos.

Carlos Simone es el gerente de la Cámara Argentina de Máquinas de Oficina Comerciales y Afines. Todos los años publica una planilla de cálculo con la cifra de los equipos que entraron en desuso. ¿Cómo la sabe? Conoce la duración de los productos y las costumbres promedio de los consumidores. De su estudio del año pasado se extrae, por ejemplo, que en el país dejaron de usarse más de un millón y medio de computadoras portátiles, 400 mil impresoras y 10 millones de teléfonos celulares. La basura electrónica generada en 2011 pesa 125 millones de kilos. Unos 17 mil elefantes. O dos Titanic con pasajeros y todo. “Por suerte los argentinos somos acopiadores –dice Simone–. Nos gusta guardar en el cuartito, pensando que un fin de semana lo vamos a arreglar. Puede ser el argumento de una película de terror: el día que saquemos todo junto a la calle”.

El gerente dice que el problema es el ingreso de China en el mercado, con mucho volumen y baja calidad. Que a Japón le pasaba lo mismo y ahora hacen tecnología de punta. Reconoce que “es posible que ante la competencia feroz algunos bajen calidad para reducir costos, pero la gente no es tonta y la mentira tiene patas cortas. Además, es más fácil generar nuevas necesidades que suicidar a la marca reduciendo la vida útil del producto”.

 

el que contamina paga

Recibo al técnico de la empresa de mi heladera. Saca la plaqueta rota, pone la nueva, me cobra y se va. ¿Dónde está la plaqueta rota? Se la llevó el técnico. ¿Y si la arreglan y la venden como nueva? ¿Y si la que colocó y me cobró como nueva es una emparchada? “Ah, sí, el refabrich –dice Simone–. El reciclado es bueno para el medio ambiente. Está en la ética de cada empresa avisar que se trata de un producto remanufacturado”. Siento bronca por la posible estafa y culpa por exigir una plaqueta nueva.

Llamo a Greenpeace, dispuesto a entregarme. Por suerte atiende una chica que se llama Consuelo. Su apellido es Bilbao y es vocera de la organización. “El que contamina, paga”, recita como introducción a un proyecto de ley para el tratamiento de residuos electrónicos que duerme hace un año y medio en la Cámara de Diputados. La iniciativa, impulsada por los senadores Daniel Filmus y Alfredo Martínez, podría perder estado parlamentario a fin de año. ¿Qué proponen? La responsabilidad extendida del productor. Es decir, que las marcas abonen una tasa anticipada por los elementos contaminantes que utilizan. Además, que tengan una política de reutilización de los materiales. Empiezo a preparar una carretilla con teclados, pendrives, fuentes de computadora y grabadores de periodista para vaciar en la puerta de cada fabricante. “La idea es que a partir de la sanción de la ley comiencen a producir objetos más sustentables y de mayor duración –explica Bilbao–. Hoy podrían hacerlo, pero esconden ese conocimiento para recaudar más”.

Simone se frota los ojos, cansado. Dice que la normativa tendría que diferenciar a pequeños y grandes productores, porque los más chicos no podrían hacerse cargo. Que acepta la reutilización, siempre y cuándo se alcance el 95% de la calidad de uno nuevo. Y que habría que subvencionar a los fabricantes para que vean algún beneficio más que la preservación del planeta. “Este problema es de los últimos 50
años, pero me pregunto por qué no exigen a la industria automotriz que se haga cargo del millón y medio de vehículos que están abandonados por todo el país”, retruca.

Mientras tanto, la basura electrónica va a parar a los rellenos sanitarios y el costo lo pagan los vecinos con la salud. Plástico, mercurio, plomo y cadmio se filtran hacia las napas y emanan gases tóxicos, generando enfermedades respiratorias, afecciones en el sistema reproductivo y cáncer. El 90% de los residuos pueden reutilizarse el año pasado en Argentina solo se gestionó el 10%, el 40% fue a los basurales y el 50% restante lo tenemos en casas y espacios de trabajo. Solo durante 2011 descartamos 10 millones de teléfonos celulares, cuyo valor ronda los 12 millones de dólares.

El Instituto Nacional de Tecnología e Industria (INTI) acompaña el proyecto de ley, a la vez que intenta certificar la seguridad de los productos. Sin embargo, Leila Devia, la Coordinadora de Regulaciones Ambientales, reconoce que no hay un estudio puntual para evitar la obsolescencia programada. “Las empresas están en una encrucijada: quieren permanecer a la altura de la época y renovarse, a la vez que deben frenar la contaminación. Mientras llegamos a un punto crítico, los gobiernos de la región alientan la producción y el consumo. En la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Desarrollo Sostenible Río+20 asomó como un gesto el discurso del capitalismo verde. Personalmente, creo que hasta que no pase algo shockeante y visible seguirán tirando de la cuerda”.

 

el chamuyo de la brecha digital

Casi el 80% de los residuos electrónicos de Estados Unidos, Japón y la Unión Europea se transportan a vertederos de China, India, Nigeria, Ghana y Pakistán. Por legislaciones laxas o incumplimiento de normativas internacionales, como la Convención de Basilea, África se lleva la peor parte. Recibe toneladas de chatarra electrónica con el discurso de la donación para acortar la brecha digital. Estados y empresas lavan su imagen, pero el 90% de lo que envían no sirve para nada. De todos modos, los países afectados generaron una industria en negro de reparación y reventa de materiales que extraen de los basurales, sin ninguna medida preventiva para la tarea y con una alta tasa de trabajo infantil. Mientras tanto, en el puerto holandés de Rotterdam, uno de los principales puntos de partida de los contenedores del viejo continente, solo se revisa el 3% de la carga para detectar la exportación de chatarra.

A pesar de no tener legislaciones contundentes en la temática, Sudamérica mostró cierta firmeza en los últimos años ante la llegada de cadáveres tecnológicos de otras partes del mundo. En 2010, Brasil devolvió 920 toneladas de tóxicos a Gran Bretaña, etiquetados amablemente como “material para reciclaje”. Carlos Simone dice que Argentina mejoró mucho y recuerda la década del 90, cuando llegaban monitores a diez dólares y “algunos vivos les pasaban un trapito y lo vendían como nuevo al triple”. Después se pone serio y dice que le gustaría ver todo lo que está llegando a la aduana para garantizar el cumplimiento de las normativas internacionales.

 

reciclaje de la existencia

Benito Muros dice que lo amenazaron de muerte. Es el español creador del Movimiento Sin Obsolescencia Programada, que diseñó una bombita que puede iluminar durante 40 años y emite un 70% menos de dióxido de carbono. Denuncia que le cierran las puertas para distribuir el producto porque su invento demuestra la trampa de las multinacionales. En el mismo país, el colectivo Basurama se dedica a investigar los procesos productivos, la generación de desechos y sus posibilidades creativas. De esta organización surgió Obsoletos, un grupo orientado específicamente a la transformación de residuos tecnológicos. Entre otras cosas, enseñan a “revivir” objetos que tenían el tacho como destino. En Argentina existe la Fundación Equidad, que recicla rezagos para reducir la brecha digital y capacitar en el uso crítico de la tecnología. Un ejemplo clave de la pelea contra la impunidad empresarial fue la demanda colectiva de usuarios norteamericanos que llevó a juicio a Apple porque las baterías de los ipods duraban solo 18 meses. Mediante estudios técnicos, quedó demostrado que la empresa había diseñado el aparato para una vida corta. La firma tuvo que crear un departamento de recambio y extender la garantía a dos años.

Mientras tanto, académicos del mundo intentan dar forma a conceptos que habiliten otro vínculo con la tecnología. El economista francés Serge Latouche propone el decrecimiento: llevar los niveles de consumo a los de la década del 60 y adaptar la industria aprendiendo de los ciclos de la naturaleza. La idea se vincula con la de Tecnología Adecuada, que se basa en los valores de la salud, la belleza y la permanencia. «¡Frugalidad!», gritan los escépticos de la figura del experto y en defensa de una vida más sencilla y armónica con el entorno. ¿Es posible una adaptación de nociones de pueblos originarios, como el Suma Qamaña (Buen Vivir), a realidades urbanas?

Para el ensayista Christian Ferrer, especialista en filosofía de la técnica, la pregunta difícilmente encuentre interlocutores en la coyuntura argentina: “El conocimiento ya fue secuestrado por la empresa. Hoy se considera que solo los técnicos pueden brindar soluciones válidas. Se está construyendo un mundo sin hombres, un mundo que no es para nosotros. Todo está hecho para la producción por la producción misma y no para favorecer la calidad de vida. La cuestión es: ¿Queremos acceso a tecnología de última generación con un tipo de Estado que garantiza el mínimo bienestar de los pobres, mediante retenciones a productores? Entonces no hay crítica posible. Quienes no queremos eso estamos ante un gran problema. En Argentina nadie promueve otra cosa que la inserción en el mundo y el estilo de vida que conlleva. Se trata de un cambio de sensibilidad, pero me temo que una crítica a este mundo no está a la orden del día”.

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