aquel hermoso y sublime caos | Revista Crisis
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aquel hermoso y sublime caos
El autor de este apasionante libro de no-ficción sobre el 2001 fue parte del Colectivo Situaciones, una experiencia de investigación militante que trabajó estrechamente con los nuevos movimientos sociales surgidos hacia finales del siglo XX: las organizaciones piqueteras, las comunidades campesinas-indígenas, las luchas por la memoria, las movidas juveniles que resistieron al neoliberalismo en su momento de plenitud. En ese caldo de cultivo se gestó la fuerza motriz de la revuelta popular de diciembre de 2001. El extracto que aquí publicamos relata cómo vivió en primera persona aquellos dos días en que Buenos Aires fue un campo de batalla. Y el pueblo ganó.
Ilustraciones: Ezequiel García
20 de Diciembre de 2021

 

La semana venía caldeada. Varios grupos piqueteros de la zona sur se habían agolpado frente a los grandes hipermercados de la avenida Calchaquí, en Quilmes. La situación no daba para más. Se venían las fiestas de fin de año y no había un mango en la calle. El ministro de Economía Domingo Cavallo —otrora menemista y luego aliancista, artífice de la estatización de la deuda privada en la dictadura— había decretado el “corralito”, como se llamó al brutal cepo que impedía retirar dinero de los bancos.

Los planes de estabilización del FMI (Blindaje y Megacanje) solo eran préstamos para pagar la deuda. Argentina entraba en bancarrota y todo era una olla a presión. Las aglomeraciones en las puertas de los supermercados se habían replicado en el interior. Entre Ríos, Santa Fe y otras tantas provincias. Se reclamaban alimentos para pasar la Navidad y el Año Nuevo. El Conurbano era un polvorín y el aire se cortaba con cuchillo.

Esa mañana me levanté y fui de muy buen humor al trabajo, algo que no era habitual en mí. Apenas saliera de allí, tenía todo organizado para irme a un escrache en Villa Urquiza. Hacía meses que sus organizadores estaban preparando una visita, junto a vecinos y vecinas, a las casas del cardenal Aramburu, quien desde el Arzobispado de Buenos Aires había liderado la política clerical de connivencia y justificación de la dictadura, y de Roberto Alemann, ministro de Economía del último tramo del gobierno de facto. Ambos vivían en el coqueto barrio de Belgrano R. Nos juntábamos a las cinco de la tarde en la esquina de Pampa y Triunvirato.

Esa mañana me levanté y fui de muy buen humor al trabajo, algo que no era habitual en mí. Apenas saliera de allí, tenía todo organizado para irme a un escrache en villa urquiza.

La energía que circulaba en los escraches era muy particular. El motivo de la lucha era terrible, porque señalaba lo intolerable de una sociedad: la convivencia con los asesinos. Pero la resistencia había logrado convertir la tristeza en una fiesta. Los cantitos, junto con la particular estética, apoyada en la creatividad del Grupo de Arte Callejero, convertían la lucha en una gozosa experiencia, en un bellísimo acto de exorcización colectiva, un modo de procesar la angustia y de expulsar los malos sentimientos. Claro que siempre había que estar atentos y cautos respecto a las provocaciones y las represiones. Pero la inteligencia despierta y precavida, en esas acciones, no le quitaba un ápice de su gusto por lo festivo.

El entonces intendente de Moreno, como no podía contener el conflicto en su territorio, liberó la tranquera para ir a Capital (otra vez la línea Quilmes-Moreno: lo que empezó en el sur, tenía su desembocadura en el oeste). También se prendieron de otros distritos. Esa noticia, lejos de amedrentarme, redoblaba mi entusiasmo. Ser joven y protagonista de la ciudad es temer más a la policía que a los pibes y a los pobres. Esa es una diferencia con el pensamiento progresista, que resuelve a nivel retórico e imaginario su relación con los pobres (a los que dice defender) y con la policía (a la que dice repudiar). Pero que cuando hay un conflicto concreto, desarrolla espontáneamente más afinidad con el cana de la esquina (sintiéndose el progre más seguro) que con el pobre (a quien teme, aun si no puede asumirlo). De ahí extrae la derecha su fuerza y su eficacia: de su pasión jerárquica y del miedo generalizado. Como hay que defender las estructuras, y el lugar que cada uno ocupa en ellas, la derecha no duda en vociferar su racismo y en explicitar su alianza natural con la policía. Pero cuando sos protagonista de la ciudad, cuando la estás tejiendo con tantos otros, la turba del Conurbano no te amedrenta. Al menos era así en ese tiempo, o así lo vivíamos. El peligro mayor era el gatillo fácil, la represión policial y todas las formas del terror heredado de la dictadura, que se actualizaba en la gorra y el bastón.

Cuando llegué a la esquina de la cita, había un nerviosismo muy particular. Las caras no eran de alegría, típicas del escrache, sino más bien de preocupación. ¿Qué ocurría? Habían llamado a la sede de H.I.J.O.S., como hacían siempre antes de empezar, para chequear la seguridad y todos los detalles (no había teléfonos móviles), y desde allí alertaron diciendo que se rumoreaba que el gobierno de Fernando de la Rúa iba a declarar el estado de sitio. Los pobres temían el hambre y saqueaban. Los no tan pobres temían a los pobres y el Estado les temía a todos. Declaraba la norma de excepción para que todos volvieran a temerle a él. Un claro momento hobbesiano, pero en un país tremendamente azotado. La situación era muy grave. Un par de los más activos se subieron a un cartel que señalizaba las calles e improvisaron una espontánea asamblea donde debíamos decidir qué hacer. La racionalidad militante impuso, con sus saberes y reflejos, la idea de suspender la actividad. Yo no estaba muy de acuerdo, pero me parecía la posición más sensata y la terminé considerando la más lógica. Quizá me dejaba llevar más por las ganas que por la prudencia y la responsabilidad. Sentía una cosa y razonaba otra distinta.

Ser joven y protagonista de la ciudad es temer más a la policía que a los pobres. Esa es una diferencia con el pensamiento progresista, que resuelve a nivel retórico e imaginario su relación con los pobres (a los que dice defender) y con la policía (a la que dice repudiar), Pero cuando hay un conflicto concreto desarrolla espontáneamente más afinidad con el cana de la esquina que con el pobre.

(…) De la Rúa finalmente declaró el estado de sitio y la gente, en lugar de quedarse en su casa, salió a la calle. No era la murga sino las cacerolas. Me sentí un poco desorientado. Había algo que escapaba un poco a nuestra capacidad de reconocer el conflicto y las luchas. Bajé sin muchas expectativas, en ojotas. Pensaba que era una huevada más que el entusiasmo militante ponderaba con su clásico optimismo y que luego se iba a disipar. Seguía un poco escéptico, pero expectante. Más si Normita, la ferretera de mitad de cuadra, guiaba el proceso.

Ella era una tipa muy querida en el barrio. Siempre andaba con una boina. Pero, hay que decirlo, era un poco facha, como todo buen vecino. No solo porque pedía “bala para los chorros”, algo que estaba muy en boga en la época y desde entonces nunca dejó de estarlo, sino porque, además, para ir a comprar un tornillo de tres cuartos, había que pasar toda clase de cerrojos y cámaras de seguridad y declarar los propósitos por los que uno se acercaba al local antes de que te abriera la puerta. Era una incomodidad a la que el barrio ya se había habituado. Y Normita dirigía.

Todos habían bajado con sus cacerolas y las golpeaban hasta abollarlas. Yo no tenía nada, bajé con lo puesto. De repente, agarré un palo y empecé a golpear tímidamente, sin mucha convicción, una columna de la luz. No es que me hubiera entregado así nomás a esta extraña forma de manifestarse, pero si no golpeabas nada, te miraban medio torcido. La presión del medio se hacía sentir. Estábamos ahí, en la esquina de Colodrero e Iberá, y Normita dio la orden: “¡A Congreso!”. No se refería al Congreso de la Nación, sino a la avenida Congreso, a dos cuadras de donde estábamos. De repente, la indescifrable Normita, la ferretera, pasó de vecina paranoica a cuadro leninista con la misma determinación de siempre. Y la seguimos sin chistar.

De Colodrero y Congreso a la avenida Triunvirato. Y ahí fue algo impresionante. Una marea de gente que venía del fondo, de los barrios de Saavedra y Villa Martelli hacia Villa Urquiza. En el encuentro con ese gentío, el papel de nuestra dirigente, Normita, se difuminó. Ya no era necesario. Porque el torrente mismo era el que te llevaba. Era un hormigueo imparable. Nunca había visto algo así.

De repente, recordé las reflexiones de Bruno Potager, para quien había que mirar más a las hormigas que a los movimientos políticos para pensar la organización. Estos diminutos bichitos podían hacer multitud, liberando y expandiendo sus recorridos, para buscar los materiales con los que construir esas ciudades subterráneas, los hormigueros, como verdaderas comunidades sin trascendencias. No estaban guiados por la conciencia sino por sus glándulas olfativas. Lo que solía pensarse como la sumatoria del olfato individual de cada hormiga era en realidad una glándula colectiva, una capacidad olfativa común que organizaba el peregrinar de las infinitas hormigas y su ubicación. Eran las cosas raras de Potager. A ningún militante le gustaría ser tratado como algo inferior a las hormigas, pero en cierto modo tenía razón, aunque parecía difícil decirle a un trotskista que debía aprender de los himenópteros, que no dividían sus fuerzas ni la organizaban alrededor de maximalismos programáticos. Ya no seguíamos a Normita. Ahora había que dejarse llevar.

Estábamos ahí, en la esquina de Colodrero e Iberá, y Normita dio la orden: “¡A Congreso!”. De repente, la indescifrable Normita, la ferretera, pasó de vecina paranoica a cuadro leninista con la misma determinación de siempre. Y la seguimos sin chistar.

Llegamos a la plaza Echeverría, en Bauness y Pedro Ignacio Rivera. Frente al mástil, nos detuvimos a cantar el Himno Nacional. Me sentí un poco extraño entonando esas estrofas que, para mí, solo tenían valor en los mundiales de fútbol. ¿Había un resurgimiento del nacionalismo o más bien era la comprobación y el temor por la ruina misma de la nación? Lo bueno es que la muchedumbre me llevó a un estado imperceptible en el que podía disimular mi propio pudor. ¿Por qué alguien como yo, que me movía como pez en el agua en las movilizaciones, en este indescifrable evento me sentía tan extraño e incómodo? ¿Era algo de naturaleza diferente? Como si todas las certezas y saberes, elaborados en tantos años de manifestaciones, se hubieran desvanecido. Había perdido la capacidad de orientación, esa que las hormigas resuelven con el olfato. Ese anonimato me hizo sentir que ya no era observado, y que no importaba si golpeaba o no algún objeto, lo que me permitió descartar el palo que había arrastrado durante varias cuadras.

Luego, la imprecisa pero ultra organizada columna partió, sin que nadie diera una orden concreta, hacia Triunvirato y Olazábal, donde convergió con gente que venía de Villa Pueyrredón y, en menor medida, de Belgrano R. Allí se cantó contra el ministro Cavallo y contra el estado de excepción (“Qué boludos, qué boludos, el estado de sitio se lo meten en el culo”). ¿Había alguna expresión más cabal de la impotencia del Estado para reglar los comportamientos colectivos? En el momento en que declaró que teníamos que encerrarnos en nuestras casas, todo el mundo salió a la calle.

El enjambre humano siguió su camino. Paró en Pampa y Triunvirato rumbo a Villa Ortúzar y se unió con otros filamentos desperdigados. En esa esquina, unas horas antes, se había suspendido el escrache porque iban a declarar el estado de sitio. Y ahora estábamos todos ahí, cantando bajo el hechizo de una fuerza nunca prevista ni calculada. ¿Quiénes éramos los que nos habíamos congregado allí? Uno tenía la sensación de estar frente a unas personas que no había cruzado nunca en una movilización. Tal vez podías reconocer a alguien, pero seguramente su rostro lo habías visto entre las góndolas del supermercado chino de la cuadra (los que en el Conurbano fueron saqueados sin piedad) y no en alguna manifestación de lucha.

Había transcurrido mucho tiempo ya. Recordé que habíamos quedado en hablarnos con el Polaquito Soiler, Claudio Morqueta y Valentina Balbo para ver qué hacíamos. Yo había sido arrastrado, primero por la ferretera y luego por la multitud anónima, como unas treinta y cinco cuadras. Pero una experiencia como esta no podía vivirse sin los amigos, sin aquellos con quienes nos confabulamos para hacer vivir el mundo de cierta manera, para interpretar el presente, para elaborar el sentido de las cosas e imaginar alternativas de vida. Volví a casa y llamé por teléfono. La ciudad era un caos, un hermoso y sublime caos.

Pero una experiencia como esta no podía vivirse sin los amigos, sin aquellos con quienes nos confabulamos para hacer vivir el mundo de cierta manera, para interpretar el presente, para elaborar el sentido de las cosas e imaginar alternativas de vida. La ciudad era un caos, un hermoso y sublime caos.

El 20 fue una guerra. Todo empezó cuando, al mediodía, las Madres fueron a la Plaza. Era un jueves y se disponían a hacer su clásica Ronda. Y la policía las empezó a cagar a palos. Les tiraban los caballos encima. Ese hecho fue el puntapié inicial, la declaración de guerra que nos convocó a todos a la Plaza a resistir hasta que cayera el gobierno. Ya no había tregua posible.

El Negro Fuentes se fue con su bandita de aquellos buenos tiempos. Estaba dispuesto a aportar toda su experiencia política. Habíamos quedado en encontrarnos. Pero fue imposible. El quilombo era generalizado. Los “guachines” habían tomado la escena. Uno noqueó a un caballo de la cana: le tiró una trompada y lo dejó en el piso. Los motoqueros del sindicato de mensajeros avanzaban contra el batallón represivo y, detrás de ellos, un lote de pibes cargados de piedras se preparaba para lanzarlas luego de que las motos, en prolija formación triangular, se abrieran al llegar a la primera línea de la policía. Y repetían la táctica una y otra vez, como si se tratara de una película de guerra de la época medieval, solo que, en lugar de ser protagonizada por caballeros, el primer tramo del pelotón lo componían jóvenes precarizados del rubro mensajería. Y detrás de ellos, a pie, una legión de pibes entrenados para el combate en canchas de fútbol y recitales de rock, que sabían cómo enfrentar a las fuerzas de seguridad. Los canas estaban desbordados, como si se hubieran mimetizado con sus oponentes. Hasta agarraban piedras y las tiraban. Eran escenas impactantes.

El Negro Fuentes trataba de entender. Se acercó un pibe, al que le alcanzó un poco de agua, y le dijo: “Viejo, cuidate que esto está muy duro”. Y ahí, con esas palabras tan sabias como rudimentarias, el Negro entendió todo. Le cayó la ficha. Ya no era la típica forma de la violencia política que él conocía. Se trataba de otra cosa muy diferente. Y eso era lo lindo que tenía el Negro. En lugar de enojarse con la situación, o frustrarse porque algo de lo que pasaba ya no le pertenecía o no lo tenía como protagonista, encontró su lugar en la retaguardia. Rompía baldosas y se las alcanzaba a los combatientes. Les daba agua que arrimaron unos que habían saqueado un mercado a un par de cuadras. Asistía a las nuevas generaciones en todo lo que podía, comprendiendo que ese era su lugar en esta historia. Y eso lo hizo feliz.

Los “guachines” habían tomado la escena. Uno noqueó a un caballo de la cana: le tiró una trompada y lo dejó en el piso. Los motoqueros avanzaban contra el batallón represivo y, detrás de ellos, un lote de pibes cargados de piedras se preparaba para lanzarlas luego de que las motos, en prolija formación triangular, se abrieran al llegar a la primera línea de la policía.

Como ya es sabido, el 19 y 20 se territorializó en asambleas barriales. La ciudad parecía una Comuna, como la llamó María Moreno, al modo de los grandes movimientos democráticos de la historia. De la conmoción surgió una voluntad de participación. Las asambleas eran un gran problema. Se discutía de todo. Los militantes se desesperaban por tratar de influir en su desarrollo, con largas alocuciones, para imponer un lineamiento político. No sabían cómo convertir la preocupación del vecindario en racionalidad política. Si alguien planteaba que hacía falta un semáforo en una esquina, el militante se esforzaba por encontrar la relación entre esa carencia y los planes del Fondo Monetario Internacional, la complicidad política, empresarial y sindical de la dirigencia local. Esas dificultades se teatralizaron en el Parque Centenario, donde se reunían todas las asambleas barriales y la izquierda se abalanzó, con su generosidad característica, para destrozar aquello que no podía controlar y llevarse una minúscula porción.

Empecé a frecuentar, sin demasiado entusiasmo, la asamblea de mi barrio. Tenía la sensación de estar ante las viejas asambleas universitarias. Los problemas del barrio eran los antiguos problemas edilicios de la Facultad, y los troscos seguían siendo siempre los mismos. Había, sí, una tensión, una lucha por la identidad: estaban los que hablaban de “compañeros” y los que decían “vecinos”. En esa forma de autopercibirse se cifraba un complejo dilema que generaba una tirantez. Para los “cumpas”, había una larga tradición política en la que inscribir todo este movimiento. En cuanto a los “vecinalistas”, no quedaba claro si se nominaban así sencillamente como una reacción “gorila” al “militante-compañero” o porque pensaban que estaba surgiendo algo nuevo, un sujeto político al que no se podía inscribir en las tradiciones precedentes como un simple acto administrativo que se salteara la especificidad histórica. ¿Había novedad o recurrencia de la historia? ¿Estaba en gestación el germen “antipolítico” de una “vecinocracia” que rechazaba todas las categorías de la historia en nombre de un individualismo de consumidores libres o la rigidez del pensamiento político no podía acompañar aquello que estaba surgiendo y para lo que aún no había nombres disponibles? Ese problema, que no siempre tuvo el trato sutil que merecía, recorrió buena parte de las discusiones que se dieron alrededor de 2001.

Fragmento del libro Nada que esperar. Historia de una amistad política, Ed. De Mano en Mano – Cordero editor – Lobo Suelto.

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