Todo precio es político | Revista Crisis
Todo precio es político
Autor: Augusto Costa
Editorial: Penguin Random House

Muchas causas, muchas medidas

Con lo que vinimos discutiendo hasta ahora podemos sacar una conclusión fundamental: la inflación no tiene una única causa. Por eso tenemos que sacarnos de la cabeza todos los prejuicios o lo que nuestro sentido común nos diga respecto a este tema. No es un trabajo fácil. Cuando la inflación se instala en una economía, todos los días sufrimos sus consecuencias y necesitamos encontrar algún culpable. Esto es algo comprensible. Pero para poder reflexionar seriamente sobre este asunto tan crucial para nuestras vidas tenemos que abstraernos de lo que escuchamos diariamente en los medios de comunicación, de lo que nos llega en las redes sociales, de lo que nuestros amigos o familiares opinan cuando discutimos en un asado y de lo que nosotros mismos creemos saber sobre el tema.

Me refiero a los planteos simplistas del estilo “los precios no paran de crecer porque el Gobierno tiene déficit fiscal” (aunque quien sostenga esta teoría no tenga la mínima idea de en qué consiste el déficit fiscal); “hay inflación porque el Banco Central no para de imprimir dinero” (aunque no se sepa cómo funciona el mecanismo de emisión monetaria); “¿cómo no querés que suban los precios si los sindicatos son irresponsables y reclaman salarios excesivos?” (aunque no se pueda definir qué es un salario razonable y qué es un salario excesivo), o “pagamos más caro todo porque los empresarios no paran de remarcar y se aprovechan de los consumidores” (aunque no se conozca cómo es el proceso de formación de precios en los mercados). Estas máximas, como muchas otras que podríamos seguir enumerando, en general se basan en teorías de la inflación que atribuyen - en cualquier tiempo y lugar- a un motivo único el fenómeno del incremento generalizado de los precios.

No hay que perder nunca de vista que la inflación es, ante todo, un fenómeno redistributivo. Siempre genera ganadores y perdedores. Por eso, detrás de cada teoría que elabora un diagnóstico sobre sus causas y sugiere políticas concretas para resolver el problema, están en juego grandes intereses.

La realidad es que uno, algunos o todos estos factores (junto con otros) pueden intervenir en un proceso inflacionario. La cuestión es entender cómo juega cada uno y cómo se relacionan entre sí. Recién ahí debería empezar la discusión. El problema es que se tiende a buscar (y a encontrar) explicaciones que apuntan a una variable en particular, simplificando una problemática que por definición es muy compleja.

Esto no es casual, porque detrás de cada teoría hay tanto responsables de la inflación como políticas concretas para solucionar el problema. Y no hay que perder nunca de vista que la inflación es, ante todo, un fenómeno redistributivo. Siempre genera ganadores y perdedores. Por eso, detrás de cada teoría que elabora un diagnóstico sobre sus causas y sugiere políticas concretas para resolver el problema, están en juego grandes intereses. Y lo que se haga, siempre va a beneficiar a algunos y perjudicar a otros.

Si tenemos en cuenta esto, la política antiinflacionaria no puede reducirse a un solo instrumento. Más bien, es necesario contar con un conjunto de políticas coordinadas y consistentes entre sí para evitar que se consolide un entorno inflacionario que afecte el funcionamiento del sistema económico. Para lograr este objetivo es condición necesaria contar en cada momento con un diagnóstico certero respecto a los impulsos y los mecanismos de propagación inflacionaria en curso. Es decir, si no se identifican las fuentes de la inflación (que pueden ser múltiples) ni la forma específica en la cual se extiende por la economía, es difícil aplicar los instrumentos adecuados.

Pensemos nuevamente en una situación donde un impulso importado genera el cambio de precios relativos inicial (por ejemplo, la suba del precio internacional del trigo). Como vimos, el Estado podría atenuar este impulso inflacionario introduciendo (o aumentando) las retenciones a las exportaciones. Si se aplica correctamente este antídoto, se podría controlar el impulso para evitar que la propagación inflacionaria genere problemas en la economía argentina, precisamente en un contexto donde ningún factor interno provocó la suba de precios.

Pero hay una cuestión crítica que hay que considerar: esta política también produce un cambio en la distribución del ingreso respecto a la que se hubiese producido en ausencia de retenciones. Concretamente, los exportadores de trigo reciben menos ingresos de los que podrían obtener y los consumidores están mejor relativamente. Eso es un hecho. Ahora bien, una alternativa a esta medida hubiese sido implementar un ajuste del gasto y contener los reclamos salariales, como tiende a promover la ortodoxia independientemente de cuál haya sido el impulso inflacionario. Probablemente, de este modo, tarde o temprano también se logren atenuar los mecanismos de propagación. El punto es que eso se conseguirá reduciendo el poder adquisitivo de los consumidores y legitimando al mismo tiempo una mayor rentabilidad en el sector beneficiado por el cambio en los precios relativos.

En otras palabras, el impacto distributivo de las medidas que se toman no puede obviarse al momento de analizar los distintos instrumentos disponibles para enfrentar el problema de la inflación. Justamente, parte de la decisión consiste en hacer un coctel de antídotos en función de los objetivos que se tengan, sabiendo que lo que está en juego son intereses contradictorios. Se trata en todo caso de una decisión política respecto a cómo administrar las consecuencias del impulso y la propagación de la inflación, que enriquece a ciertos sectores y perjudica a otros.

Por último, no puede dejarse de lado un elemento muy relevante en cualquier discusión sobre este tema: que no haya inflación tampoco garantiza que todo marche correctamente. Basta recordar lo que ocurrió durante los años 90 en Argentina, en plena vigencia de la Ley de Convertibilidad. En relativamente poco tiempo, la inflación había bajado abruptamente desde niveles altísimos hasta llegar a ser prácticamente cero. Incluso para fines de la década había deflación, es decir, los precios bajaban en vez de subir. Visto desde hoy parece imposible que algo así suceda, pero pasó. Y no era nada bueno lo que provocaba ese comportamiento extraño de los precios.

Descartada la pretensión de que la “lucha contra la inflación” sea la “madre de todas las batallas”, y desechadas las versiones simplistas que atribuyen el fenómeno exclusivamente a un único determinante, se caen automáticamente las recetas genéricas que pretenden resolver en todo tiempo y lugar este problema.

La recesión persistente y el dramático aumento del desempleo y la pobreza que trajo como resultado el plan de convertibilidad, se manifestaban en los mercados de una manera contundente: el consumo estaba planchado y los empresarios se veían obligados a bajar continuamente los precios para intentar vender lo que producían. En muchos casos con esto no alcanzaba y muchas empresas y comercios terminaron cerrando, dejando a trabajadores en la calle y sin ingresos, retroalimentando este círculo vicioso.

Al tratarse de una economía concentrada, se daba la paradoja de que, en una situación de deterioro económico generalizado, en los distintos mercados convivían grandes capitales que podían obtener ganancias extraordinarias con otras miles y miles de pequeñas empresas que no llegaban a cubrir sus costos. Es decir, el proceso de formación de precios en una economía concentrada sigue la misma lógica haya o no haya inflación, y no alcanza con resolver el problema de la suba de precios para garantizar un funcionamiento adecuado del sistema económico. Y mucho menos para asegurar que haya crecimiento. 

En este sentido, mantener la inflación controlada es una meta que cualquier Gobierno debería tener. Pero de ninguna manera puede ser un fin en sí mismo. Por el contrario, el combate de la inflación es solo uno de los aspectos a tener en cuenta, en el marco de múltiples objetivos a alcanzar. Apuntar todos los cañones contra la inflación creyendo que de esa manera se va a generar de manera inevitable el crecimiento económico, la reducción de la pobreza y la mejora en la distribución del ingreso es un pasaporte directo al fracaso en materia de política económica. De hecho, hay teorías que dicen que es imposible que un proceso de crecimiento elevado y sostenido no venga asociado a presiones en los precios y a niveles más o menos altos de inflación.

Descartada la pretensión de que la “lucha contra la inflación” sea la “madre de todas las batallas”, y desechadas las versiones simplistas que atribuyen el fenómeno exclusivamente a un único determinante, se caen automáticamente las recetas genéricas que pretenden resolver en todo tiempo y lugar este problema.

Lamentablemente, aquellos que esperan explicaciones sencillas y soluciones simples para cualquier problema económico, no habrán encontrado nada de lo que buscaban en este capítulo. No hay un culpable, ni un malo, ni un responsable. No hay diagnósticos universales. No hay recetas mágicas. Pero nadie dijo que iba a ser fácil. O sí. Siempre está la posibilidad de quedarse con el discurso económico dominante, que reduce todo a uno o dos postulados generales y a un par de medidas concretas, y no hacerse ningún cuestionamiento. Pero no es la idea. Si lo que se pretende es ir más allá del sentido común, del debate superficial y de las chicanas televisivas, no queda otra que avanzar despacito y a paso firme en el conocimiento de fenómenos que son muy complejos y exigen paciencia y dedicación para poder entenderlos. En ese camino estamos.

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